La protesta del campo en España: entre el descontento y las proclamas reaccionarias de la derecha

abandono del campo y deterioro por las políticas monopolistas

Como sucede también en otros países europeos, los agricultores y ganaderos españoles se están movilizado estos días para exigir mejores condiciones para su sector. Sin embargo, como señala este interesante artículo, a diferencia de las movilizaciones de los años 20, esta vez la mayoría se han organizado al margen de las grandes corporaciones y sindicatos del campo, y defienden unas reivindicaciones claramente opuestas a la ultra concentración de la producción y la distribución o contra las políticas de la UE que las amparan, pero si en favor de unos precios justos y sostenibles…

Juan Carlos Arias. Izquierdadiario.com

La protesta en el campo se está extendiendo como un reguero de pólvora por toda Europa. Todo empezó con la protesta de los agricultores franceses y de ahí se fue extendiendo a otros países europeos (Italia, Grecia, Portugal, Países Bajos, etc.). En el Estado español gran parte de las protestas van por fuera de las organizaciones tradicionales. La protesta manifiesta un enorme descontento con una situación insostenible en muchos casos, pero con el manejo político de la ultraderecha de fondo y un contenido reaccionario en muchas de sus proclamas.

Como vimos en las protestas de febrero de 2020, en los últimos días volvemos a asistir a lo que podría ser un nuevo ciclo de protestas por parte de grandes y pequeños agricultores y productores agrarios contra los precios injustos y abusivos que reciben por sus productos.

A diferencia de las movilizaciones de 2020, cuya composición era fundamentalmente patronal, confluyendo las tres principales organizaciones históricas del campo español: ASAJA (Asociación Agraria de Jóvenes Agricultores) -la gran patronal terrateniente con fuertes vínculos con el derechista Partido Popular y la CEOE-, junto a la COAG (Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos) y UPA (Unión de Pequeños Agricultores y Ganaderos), históricamente vinculadas al PSOE y al Partido Comunista Español, junto a colectivos de pequeños agricultores. En este caso multitud de agricultores y ganaderos se autoconvocaron a través de las redes sociales y al margen de las organizaciones mayoritarias tradicionales, saliendo desde el último martes a realizar tractorazos en diversas carreteras del Estado español.

En un contexto de grave sequía en gran parte del Estado español que está golpeando fuertemente la producción agropecuaria, los agricultores y ganaderos demandan “precios justos” en origen, un mayor control de las importaciones agrarias hacia la Unión Europea, una reducción de la burocracia que dificulta cobrar las ayudas al campo y la ganadería de la Unión Europea (UE), pero también la derogación de las medidas y normativas ambientales de la UE y las leyes de protección animal.

La protesta del campo se ha radicalizado en el Estado español siguiendo el modelo francés -que en solo un día de protestas logró poner al primer ministro a prometer “soluciones urgentes”- y han cortado carreteras y vías principales, generando bloqueos de tráfico en Castilla La Mancha, Castilla y León, La Rioja, Catalunya, Andalucía, Madrid y la Comunidad Valenciana.

Pero no solo han cortado algunas vías principales de comunicación, sino que también se han dirigido a bloquear diversos centros logísticos, lo que podría provocar desabastecimientos futuros si esos bloqueos se generalizan en el tiempo y en el espacio. En concreto han bloqueado y logrado mantener ese bloqueo en el puerto de Málaga, en Mercazaragoza y Mercaoalid (principal mercado mayorista de Castilla y León). Es probable que en los próximos días las acciones se intenten extender a otros centros logísticos de distribución agroalimentaria.

Este salto cuantitativo y cualitativo de las movilizaciones que estaban decayendo después de las primeras acometidas durante las semanas pasadas, han sorprendido por su potencia y por ser impulsadas desde fuera de las organizaciones tradicionales del sector. Estas acciones se han adelantado a la convocatoria de movilizaciones por parte de Asaja, COAG y UPA, previstas para el próximo jueves 15F, expresando la desconfianza y desafección que existe hacia la dirección de las organizaciones tradicionales.

Ya durante la primera semana de lucha hubo un sector del campo que fue convocado a través de las redes sociales y grupos de WhatsApp, pero actuó complementando la propia convocatoria del sector tradicional. Ahora se ha producido un salto cualitativo puesto que sin convocatoria oficial se han atrevido a movilizar de manera absolutamente independiente y al margen de esas organizaciones tradicionales del campo. Y han tenido éxito sin que, por otra parte, se hayan producido incidentes públicos de importancia, fundamentalmente por la nula intervención de las fuerzas de seguridad ante estos bloqueos.

Está claro que el Gobierno “progresista” no quiere dañar sus perspectivas electorales en Galicia, donde el sector agrario y ganadero tiene un importante peso. Algo que sucedería si actuase del mismo modo, por ejemplo, que lo hizo reprimiendo brutalmente la huelga del metal en Cádiz el año 2022, donde se llegaron a utilizar tanquetas para reprimir a las y los trabajadores que peleaban en la calle contra la pérdida del poder adquisitivo consecuencia de la crisis inflacionaria. A su vez, el Gobierno intenta contrarrestar políticamente la enorme influencia que tienen tanto el PP como especialmente el ultra derechista Vox entre las organizaciones tradicionales del sector campesino y ganadero, así como en los anónimos impulsores de las manifestaciones de este martes.

La protesta podría adquirir dimensiones aún más preocupantes si a las acciones ya convocadas y en expansión del sector agropecuario se le une la Plataforma en Defensa del Sector del Transporte, que ya bloqueó el transporte de mercancías en la primavera de 2022, si acaba llevando a cabo el paro que ha anunciado para el próximo sábado.

Una protesta que surge de una situación insostenible, pero se expresa en clave reaccionaria

El malestar del campo es enorme frente a una situación desesperada en muchos casos, en la que muchos pequeños productores agropecuarios o cooperativistas se ven acorralados ante los grandes grupos multinacionales de la distribución, que les imponen precios y condiciones leoninas de venta de los productos en origen, mientras las ventas al final de la cadena son cada día más caras en los supermercados, como comprobamos cada día. También los bancos los ahogan con intereses que ahora mismo además están disparados, algo que dificulta enormemente mejorar sus explotaciones. A esto se suma que la llamada “España vaciada”, las zonas rurales donde reside la población que vive de la agricultura y la ganadería mayoritariamente, sufren la incomprensión y el abandono de la casta política dirigente, en territorios cada vez más despoblados y desposeídos de servicios públicos esenciales (sanidad, educación, servicios sociales, etc.).

Como escribían Diego Lotito y Santiago Lupe en un artículo a propósito de las protestas de 2020, las causas de fondo del conflicto son muchos más profundas que las declaraciones que se hacen por televisión: por un lado, la caída imparable de la renta agraria, por el otro, el fortalecimiento de los monopolios agroalimentarios. A una dinámica permanente de caída de la renta agraria, en un contexto de estancamiento económico, envejecimiento y despoblación del mundo rural, se le suma la hiperconcentración de la distribución y comercialización en el sector agroalimentario, incluida la compra en origen, controladas por un verdadero cártel de seis grandes grupos multinacionales que imponen los precios: Mercadona, Carrefour, Día, Eroski, Lidl y Auchan.” Estos grupos empresariales, con capacidad absoluta para establecer los precios y un control total de la cadena de distribución y comercialización, han visto incrementados sus beneficios espectacularmente en los últimos años a costa de empobrecer a los pequeños productores, encarecer los precios de los productos que pagan las mayorías populares, y superexplotar a los trabajadores del conjunto del sector.

Por otro lado, las políticas económicas agrarias de la UE favorecen fundamentalmente a los grandes productores que acumulan subvenciones en sus cuentas, mientras los productores más pequeños reciben escasas ayudas. Las diferencias entre lo que reciben unos y otros por los fondos de la Política Agraria Común (PAC) son extraordinarias, como muestran los escandalosos fondos que han recibido (y siguen recibiendo) grandes latifundistas, como por ejemplo en el Estado español la muy noble Casa de Alba (una de las familias aristocráticas más antiguas).

Esto es porque las ayudas de la PAC contemplan lo que se denominan “ayudas directas a los agricultores” y “ayudas indirectas”. Las primeras, las ayudas directas, se conceden por el volumen de producción (que se llaman ayuda acoplada), y también por otro tipo que son llamadas “desacopladas”, porque se conceden en función de las hectáreas, no por la producción ni por el rendimiento. Por lo tanto, un señor, como el dueño de la Casa de Alba, que tiene tierras, aunque no las cultive puede recibir esas ayudas desacopladas cuantiosas. Las “ayudas indirectas” se dan no a los propietarios o productores, sino a otros proyectos de carácter agromedioambientales, aunque muchas veces acaban también en manos del agricultor o ganadero, sobre todo de los grandes propietarios, que pueden dirigir estos proyectos contando con la complicidad del grupo político caciquil de turno.

Los viejos latifundistas y terratenientes que reciben decenas de millones de euros en subvenciones provenientes de la PAC de la UE no son los únicos beneficiados. Junto a ellos han emergido en los últimos años nuevos “jugadores”, fondos de inversión que han visto en el negocio hortofrutícola español una vía para conseguir ganancias rápidas y suculentas, un proceso que se ha llamado la “uberización” del campo. Estos especuladores también se benefician de estas políticas, mientras profundizan el empobrecimiento de las poblaciones rurales y avanzan en una depredación aún más salvaje del suelo, los acuíferos, los recursos hídricos y el ambiente.

En ese marco, la demanda de las protestas de derogar todas aquellas medidas y normativas de protección ambiental, tales como la obligatoriedad de rotaciones de cultivos, ampliación de suelo de barbecho y pastos, esgrimiendo “que dificulta el desarrollo de la actividad agrícola y ganadera”, resulta una posición completamente retardataria que niega el profundo deterioro del suelo producto de la sobreexplotación, en un contexto medioambiental hostil con un clima cada vez más extremo. El trasfondo material de esta reivindicación es que muchos agricultores se han quedado sin las subvenciones de Europa por incumplir la reglamentación medioambiental de la UE, que a la hora de aplicarla eleva sus costes. Pero el remedio que proponen termina siendo peor que la enfermedad.

En esta tesitura hacen su agosto las fuerzas políticas más reaccionarias del PP y Vox, que tratan de canalizar el descontento social objetivo en el campo, ante una situación de abandono político y social generado por las contradicciones de la producción agraria, en un mercado globalizado y en descomposición por una crisis climática, que golpea duramente las pequeñas economías rurales, reduciendo día a día la renta agraria de esos pequeños productores y miembros de cooperativas agrarias, que también los hay, pero cuyas reivindicaciones son hegemonizadas por los grandes propietarios y capitalistas.

Esta dinámica, sin embargo, tiene una explicación estructural: en el campo, como en toda la sociedad, también rige la división fundamental de clases entre propietarios y asalariados. Hablar del “campo” en general, o como suelen hacer los referentes de las organizaciones de propietarios, de la “clase media rural”, es licuar intencionadamente esta realidad. Como explica Oscar Reina, secretario general del Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT), “en el campo una cosa es el agricultor y otra el jornalero. El agricultor es propietario de la tierra, el jornalero es el que la trabaja por un jornal y en la mayoría de los casos es explotado por el agricultor. (…) Claro está que hay agricultores más grandes y más pequeños, y que no todos son iguales, los hay con pequeñas propiedades, que prácticamente son trabajadores también, pero diferenciemos las cosas para no mezclar ni confundir”.

La realidad es que los peor parados respecto de la transformación estructural que atraviesa el campo español son precisamente los asalariados, los jornaleros, sobre todo los inmigrantes, la pieza fundamental que saca adelante las diferentes cosechas. Campesinos sin tierra, proletarios y semiproletarios agrarios que trabajan en todo tipo de explotaciones en condiciones de temporalidad crónica y alternando esta situación con el desempleo o el cobro de un mísero subsidio. No olvidemos que la gran mayoría de los agricultores y ganaderos -y en este caso no sólo los grandes, sino también los medianos y pequeños- se aprovechan de la población mayoritariamente inmigrante que trabaja en sus explotaciones, para sobreexplotarlos sufriendo condiciones de producción infrahumanas y salarios de hambre. Por ello se han opuesto siempre a la subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI), siendo el sector agrario uno de los principales baluartes empresariales contra esas subidas, alegando que no pueden pagar esos salarios de miseria para remunerar unos trabajos tan duros y esenciales como son los que hacen en el campo los jornaleros.

Esta situación viene siendo combatida por sindicatos como el SAT en Andalucía, que denuncia constantemente las prácticas caciquiles de los que siguen siendo los “señoritos” del siglo XXI, sobre todo en Extremadura y Andalucía. Pero ninguna de estas reivindicaciones aparece en lo que están planteando las actuales movilizaciones agrarias y ganaderas. Por el contrario, aunque se sostiene sobre una situación objetivamente desesperada para ciertos sectores como los pequeños productores y las cooperativas del campo, y muchas de sus demandas son justas, la protesta se ubica en el “campo” de las reivindicaciones patronales, liderado por los grandes propietarios del sector y capitalizado políticamente por la extrema derecha.

Este último aspecto es muy importante, puesto que al mismo tiempo que es innegable la instrumentalización que hace del conflicto la derecha y la extrema derecha para atacar al Gobierno de coalición, es igualmente evidente que las medidas adoptadas por el Gobierno “progresista” frente a esta crisis son incapaces de hacer frente a la demagogia reaccionaria de la derecha.

El Gobierno del PSOE y Sumar se ha limitado a aprobar una Ley de Cadena Alimentaria con algunas medidas mínimas como prohibir la venta a pérdidas, por debajo del coste de producción, ayudas a sufragar parte del coste del combustible fuel y las propias de la PAC. Es decir, un programa que no cuestiona en absoluto el oligopolio de la distribución, ni la concentración de la propiedad y la participación cada vez mayor de este oligopolio en el mercado de tierras. Como decían Lotito y Lupe en el artículo antes citado, “se deja intacto ese margen de hasta el 700% de aumento del precio desde origen, que sería la base para cualquier política que permitiera hacer posible vivir y trabajar en el campo sin sufrir la sobreexplotación de las diferentes patronales, ni que las explotaciones realmente familiares pudieran subsistir sin el yugo de los ‘peces grandes”. Es evidente que esta política es un fracaso y no ha logrado dar una salida a la problemática del campo, y menos a la situación de los jornaleros e inmigrantes, a los que ni siquiera se les ha regularizado.

Una perspectiva anticapitalista y socialista ante la crisis del campo

Desde la perspectiva de una izquierda anticapitalista y socialista, el conflicto del campo pasa por mantener una posición elemental de independencia de clase, tanto frente al Gobierno de coalición “progresista”, que no se quiere enfrentar a los intereses de los grandes grupos multinacionales que controlan el negocio de la alimentación y la producción agropecuaria, ni a los de la banca que asfixia a los pequeños productores, como frente a las patronales del sector agrario que defienden los intereses de los grandes productores y se alinean con las políticas reaccionarias de la derecha y la ultraderecha contra los derechos laborales y sociales de los jornaleros y los trabajadores inmigrantes.

Por ello consideramos que las organizaciones obreras y de la izquierda no debemos hacer nuestras las demandas que exigen un aumento de las ayudas públicas a la producción (5.500 millones de euros al año, si solo contamos los fondos provenientes de la llamada Política Agraria Común), que son una subvención de un negocio privado mientras los servicios públicos siguen desfinanciándose, algo que ha golpeado de manera especial a las áreas rurales. Los millones que terminan en los bolsillos de terratenientes y especuladores deberían dedicarse a un plan de inversiones públicas que garantice el acceso digno y suficiente a la sanidad, la educación, el transporte público y otros derechos sociales que han casi desaparecido de la llamada “España vaciada”.

Al mismo tiempo, frente a las demandas reaccionarias que quieren cargar la crisis del sector sobre los jornaleros y los asalariados, como la oposición al aumento del salario mínimo que fue clave en las movilizaciones de 2020, hay que oponerle un programa que recoja las principales demandas de las y los trabajadoras agrícolas, en especial cuando se trata de trabajadores migrantes.

Junto a estas medidas de mejora de las condiciones de vida de los sectores que más sufren la crisis del sector, es necesario tomar medidas estructurales que vayan al hueso del problema. Esto comienza por atacar la concentración de tierras, impulsando una verdadera reforma agraria, que parta de la nacionalización sin indemnización de los grandes terratenientes y los latifundios, su puesta en explotación bajo control de comités de jornaleros o cooperativas y de manera sostenible, así como la nacionalización de los grandes monopolios que controlan hoy semillas e insumos, para que se garantice un precio justo para los pequeños productores.

Lo mismo para los grandes oligopolios de la distribución, como Mercadona, Carrefour o Día, que se enriquecen a costa de un aumento artificial de precios y la explotación de sus trabajadores. Hay que pelear por que el sector agroalimentario sea considerado un sector estratégico y nacionalizado sin indemnización. Sobre esta base se podría establecer una empresa pública bajo control obrero junto a representantes de asociaciones de consumidores, que garantice tanto condiciones de trabajo dignas, como alimentos saludables, sostenibles y al alcance de todas las familias.

Un programa así es el único realista para dar salida a la crisis del campo y que el actual conflicto no reproduzca un choque entre diferentes a las patronales del sector, usando como base de maniobra a las y los asalariados del campo o los propietarios que no explotan trabajo ajeno. Un programa que solo puede imponerse mediante el impulso de una movilización independiente de las y los trabajadores agrarios, en alianza con los pequeños productores que no explotan asalariados y el resto de los sectores obreros y populares del mundo rural para dar salida a sus demandas que mejoren sus condiciones de existencia.

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