Acaba de cumplirse el 87 aniversario del 7 de febrero de 1937, día en que más de 100.000 personas salieron de Málaga hacia Almería por la carretera de la costa. Huían de las tropas franquistas familias enteras, mujeres, ancianos y niños, aterrorizados por la cruel represión franquista. Un éxodo masivo que las tropas fascistas atacaron por tierra, mar y aire; al que se dio el nombre de la “Desbandá” y que fue «La primera vez en la historia europea que se masacraba a la gente civil que había abandonado la ciudad por miedo».
Rafa Xambó. Diarilaveu.cat
Memoria Represión Franquista: La matanza de la carretera de Almería
Hacía días que la aviación italiana bombardeaba Málaga. Los buques de la armada española –Canarias, Baleares y Almirante Cervera-, partícipes del alzamiento fascista, lanzaban sus tuberías desde el mar. Los italianos del Corpo Truppe Volontaire, los sublevados españoles, los regulares de Marruecos, buena cosa de artillería y carros blindados y un centenar de aviones legionarios italianos se movían y atacaban con crudeza contra la ciudad asediada. Cuando los italianos comenzaron a entrar por las afueras de Málaga el siete de febrero de 1937 por la tarde, hoy hace ochenta y siete años, el coronel Villalba Rubio, jefe republicano de la zona, ordenó la evacuación al dar por perdida la ciudad. Milicianos de diferentes partidos y sindicatos, mal armados, sin ningún entrenamiento ni disciplina, muy poca tropa entrenada y dieciséis piezas de artillería habían tratado de hacer frente a un ejército muy superior y bien equipado.
Ahora, los combatientes supervivientes, mezclados con la población civil, huían por la carretera de Almería, la cual los franquistas no habían cortado para convertirla en la trampa de una gran carnicería. Más de ciento cincuenta mil personas se encaminaron por una carretera excavada en la montaña y que transcurría elevada entre rocas y peñascos a orillas del mar. Del flanco derecho, venían las tuberías de los buques de guerra; del cielo, las bombas y la metralla de los aviones. Norman Bethune, un cirujano canadiense voluntario del Socorro Rojo, fue testigo y dejó escrito:
«Los niños llevaban solamente su pantalón y las niñas su vestido ancho, medio desnudos todos bajo el sol… Niños con los bracitos y las piernas enredados en trapos ensangrentados: niños sin zapatos, con los pies hinchados; niños que lloraban desesperados de dolor, de hambre, de cansancio… Cuatro días perseguidos por los aviones de los bárbaros fascistas, y cuatro noches de caminar en grupo compacto hombres, mujeres, niños, mulas, burros y cabras, tratando de mantenerse juntas las familias, llamándose por el nombre propio, buscándose en las sombras.»
Algunos testigos han contado el horror de familias, separadas en la huida, que iban destapando las caras de los cadáveres que encontraban por el camino para comprobar si era su padre, su madre, su hijo. Una anciana, entonces una niña, cuenta cómo le decían a su madre que dejara la chiquita para correr más rápido. Otra recuerda a un bebé que lloraba desconsolado en el brazo de su madre, la cual, sentada en el suelo y apoyada en una roca, tenía la mirada perdida y no hacía nada para que la criatura se calmara. Alguien fue y le hizo un saco para que reaccionara. La mujer cayó de lado. Estaba muerta. Escondidos durante el día, caminando de noche por una carretera llena de cadáveres.
Más de cinco mil personas murieron; chiquillos y chiquillos, hombres y mujeres, ancianos, milicianos, todo gente que huía por aquella carretera de montaña bombardeada durante días desde el mar y desde el cielo. A veces, cuentan los testigos, desde los barcos, disparaban contra las rocas para provocar desprendimientos de piedras que aplastaron a los fugitivos. La primera vez en la historia europea que se masacraba la gente civil que había abandonado la ciudad por miedo, un miedo bien fundamentado. La matanza, al tomar la ciudad el día ocho de febrero, mañana cumplirá ochenta y siete años, fue execrable. Disparaban a la gente por la calle, los lanzaban desde los balcones y ventanas. Hugh Thomas, el historiador, afirma que durante la primera semana fueron asesinadas cuatro mil personas. Los familiares de los que habían huido sufrieron las represalias de los ocupantes con independencia de sus actos o ideas políticas. Arias Navarro, el franquista que en 1975 nos anunció la muerte de Franco, fue uno de los fiscales que pidió pena de muerte para miles de personas. Fue conocido, desde entonces, como «El Carnicerito de Málaga».
Hasta hace bien poco, el general Queipo de Llano, quien dirigió, desde el mar, la operación brutal y repugnante de masacrar a la población civil que huía, seguía enterrado con honores en la Basílica de la Macarena de Sevilla. Todavía hoy en día, los herederos de los vencedores de aquella guerra contra los pobres, contra la cultura y la dignidad se niegan a condenar el franquismo. Sólo así se puede entender el silencio, todavía, sobre aquel genocidio, tan bárbaro como los que se produjeron después en la II Guerra Mundial, unas décadas más tarde, en la antigua Yugoslavia y, actualmente, en Palestina con una feroz, industrial, implacable y difundida en directo matanza de seres humanos.
La «desbandá», nombre como se conoce la huida y la matanza en la carretera de Málaga a Almería, es uno de los hechos más escondidos de la historia de la guerra de España. No ha tenido la fama que el cuadro de Picasso le dio a Gernika, pese a que los muertos superan en mucho a las trescientas personas asesinadas en aquel bombardeo de la población vasca. Cada año, sólo la prensa de Málaga y algún medio digital se hacen eco del aniversario. En TVE sólo consta un documental producido en 2007. En estos días, el recuerdo de aquella matanza tampoco tendrá lugar en los informativos de RTVE ni en los de Canal Sur, ni siquiera en el informativo provincial de Málaga. En el diario Sur se publicó un extenso artículo en el año 2017 coincidiendo con el octogésmo aniversario. Cuanto más lindo sobre «la desbandá», más me indigno ante el desconocimiento general de este genocidio, ante la desmemoria terrible.
Mi padre huyó de Málaga en aquellos días. Él estaba en Málaga en el cuerpo de artillería del ejército regular leal a la República. Había hecho la mili en Barcelona. Al comenzar el alzamiento fascista, su regimiento había sido enviado. En cuanto a la caída, él no había contado casi nada. Sólo recuerdo oírle decir que los oficiales dieron la orden de huir, aquello del «sálvese quien pueda». Y pegaron a huir. Y fue «la desbandá». Esta expresión recuerdo hacérsela sentida de manera literal. Incluso, cabe la posibilidad de que no llegara a saber de la magnitud de la matanza que se había producido detrás suyo hasta mucho más tarde. La República lo silenció por no atemorizar a la población –el control feroz de la información en tiempos de guerra- y por la parte de responsabilidad que tenía al haberlos abandonado.
Los vencedores nunca lo contaron y nunca se pudo difundir lo que había pasado bajo el franquismo. Mi padre y un compañero de Alzira caminaron seiscientos kilómetros, desde Málaga hasta la Ribera del Júcar, huyendo, primero de los fascistas, después de la guerra, porque caminaron hasta casa en lugar de presentarse ante la autoridad militar una vuelta dentro del territorio bajo el control de la República. También es posible que se quedasen escondidos detrás y, después, cruzaron por traviesas, evitando la carretera, cuando ya había pasado el grande de la huida. Él contaba que habían sido escondidos en una cueva y que habían pasado mucha gana. Al llegar a Algemesí, abrazó y besó a la familia, comió y permaneció. Al día siguiente pasó la camioneta y se lo volvieron a meterse en la frente. Todavía le quedaba mucha guerra.
Ahora, cada día, se me rompe el corazón con el genocidio de Palestina.
Todos somos fusilados del fascismo español, víctimas del holocausto judío en Alemania, martitizados bosnios musulmanes en Srebrenica, todos somos palestinos.
Detengamos el genocidio.