La regulación belga de la prostitución perpetúa la desigualdad bajo una fachada de falsa protección

Foto del barrio rojo de Amsterdam

Según señala la prensa, en Bélgica, el 90% de las trabajadoras sexuales son mujeres, y la mayoría tienen contratos de masajistas o de camareras. Hasta hace bien poco, aquellas que trabajaban por cuenta ajena no gozaban de ningún tipo de derecho laboral. Pero ahora, desde diciembre de este año, sí se los reconoce: pueden firmar contratos, tener bajas por enfermedad o embarazo, o tener derecho a vacaciones. Esta regulación, aprobada por el Parlamento, es muy cuestionada por las asociaciones feministas…

Redacción. Spanishrevolution.net

Cuando un Estado organiza el acceso a los cuerpos vulnerables, no garantiza justicia, solo refuerza un modelo patriarcal maquillado con reformas.

Las calles de Bruselas siguen siendo un escaparate donde el cuerpo femenino se convierte en mercancía. El barrio rojo de la capital belga, con sus vitrinas y anuncios, se presenta como un microcosmos que materializa una contradicción flagrante: mujeres hipersexualizadas y vigiladas, en contraste con calles cercanas donde abundan símbolos de religiosidad y modestia. Esta imagen resume una problemática más profunda: una ley que, bajo la apariencia de progreso, no hace sino reforzar un modelo de subordinación que se lucra de los cuerpos de mujeres precarizadas.

Bélgica, al implementar un marco contractual para las trabajadoras sexuales, busca erigirse como referente en derechos laborales, pero la pregunta central persiste: ¿puede un contrato limpiar la explotación inherente al negocio del sexo? Organizaciones como Human Rights Watch han aplaudido la medida, confiando en que aporte seguridad y derechos básicos. Sin embargo, esta ley no aborda el núcleo del problema: la mayoría de quienes se prostituyen lo hacen empujadas por necesidades económicas y exclusión social.

Los contratos propuestos solo benefician a una minoría privilegiada dentro de este sector. Aproximadamente 25.000 personas participan en la prostitución en Bélgica, pero se estima que apenas 5.000 podrán acceder a estas supuestas garantías legales. El resto, atrapadas en la economía sumergida, queda fuera del paraguas de protección. La normativa excluye a quienes trabajan online o lo hacen de manera secundaria, perpetuando la invisibilidad de las más vulnerables.

La exigencia de registrarse y operar bajo un empleador autorizado introduce un nuevo filtro de exclusión. Muchas mujeres no pueden ni quieren registrarse por temor a represalias, estigma o pérdida de acceso a ayudas sociales. Un marco laboral que promete libertad, pero que en realidad legitima un modelo de explotación, encubre la desigualdad con un falso barniz de derechos.

Uno de los mayores temores es la normalización del proxenetismo bajo la etiqueta de “empleador”. La ley exige que los gestores no tengan antecedentes penales, pero la realidad demuestra que el negocio del sexo se basa en jerarquías de poder difíciles de supervisar y controlar. Mientras el Estado regula la actividad, ¿quién controla a quienes gestionan el acceso a los cuerpos?

Las asociaciones abolicionistas, como Isala, denuncian el peligro de transformar la prostitución en una industria legitimada por el contrato. “Se sigue permitiendo que el cuerpo de las mujeres sea un producto en el mercado laboral”, critican. Bajo la narrativa del consentimiento y el “empoderamiento”, se oculta una estructura que sigue beneficiando a los hombres y empobreciendo a las mujeres.

Además, el argumento del libre albedrío choca con las condiciones de precariedad que rodean a muchas de estas mujeres. Como señala Utsopi, el sindicato de trabajadoras sexuales belga, el acceso a un botón de alarma o el derecho a rechazar a un cliente no eliminan la realidad de fondo: el trabajo sexual sigue siendo el resultado de un contexto de falta de opciones. En palabras de una prostituta entrevistada: “La única diferencia entre las que son obligadas y las que lo hacen por elección es que antes ninguna tenía derechos. Ahora algunas tienen contrato, pero la explotación sigue siendo la misma”.

La realidad es que en una sociedad verdaderamente igualitaria, ninguna persona debería tener que vender su cuerpo para subsistir. La ley belga blinda ciertos aspectos formales, pero no resuelve las causas estructurales de la explotación. La protección de los derechos laborales debe comenzar por garantizar alternativas reales y dignas. En lugar de regular la demanda, se debería cuestionar el propio sistema que considera aceptable que algunos compren el acceso al cuerpo de otras personas.

La preocupación por la implementación también deja entrever las limitaciones del enfoque: los trámites burocráticos para validar estos contratos han sido lentos, y el propio Ministerio de Trabajo no cuenta aún con cifras que demuestren un impacto positivo. Mientras tanto, las dinámicas de poder permanecen intactas. El 85% de las trabajadoras sexuales siguen sin declarar su actividad por miedo al rechazo bancario y a la estigmatización. La inclusión financiera y social no llegará por decreto mientras persista un sistema que convierte la pobreza en negocio.

La regulación belga puede presentarse como un avance, pero en el fondo, institucionaliza una desigualdad que seguirá alimentando la violencia y el sufrimiento de miles de mujeres. Cuando un Estado organiza el acceso a los cuerpos vulnerables, no garantiza justicia, solo refuerza un modelo patriarcal maquillado con reformas.

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