El cambio climático se vuelve violento porque estamos experimentando un colapso ecológico complejo y provocado. En este sentido, es muy importante identificar claramente todas las guerras que atacan la tierra: desde el extractivismo hasta los monocultivos, desde el consumismo hasta las guerras con armas. Ni siquiera basta con hablar del Antropoceno, dice Alberto Acosta, de la Corte Internacional de los Derechos de la Naturaleza, porque este colapso es producto del “capitaloceno” o edad del “capitalismo” actualmente en descomposición …
Alberto Acosta. Comune.info
Las sequías en los Andes y las inundaciones en Valencia -sin minimizar sus especificidades- tienen mucho en común. Sin embargo, no basta con atribuir esta relación al cambio climático. El cambio climático ha ocurrido una y otra vez en la larga historia de la Tierra. Ahora estamos experimentando un colapso ecológico muy complejo, que el ser humano ha causado.
Ni siquiera bastaría con hablar del Antropoceno, porque este colapso, que también tiene su lado social, es producto del capitaloceno. Como dijo el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría, “el camino capitalista vive para asfixiar la vida y el mundo de la vida, este proceso se ha llevado a tal punto que la reproducción del capital solo puede darse en la medida en que destruya al ser humano como destruye la naturaleza”.
Seamos realistas, la creciente desconexión del ser humano con la naturaleza ha dado lugar a una feroz guerra contra ella. No hemos entendido que la naturaleza tiene sus propios ciclos, que no pueden ser influenciados por el ser humano, sin reaccionar y rebelarse. Hoy sabemos que la creciente mercantilización y co-ificación de la vida en todos sus órdenes constituye un camino minado que conduce inexorablemente al terricidio.
Hacer la paz con la tierra y desde la tierra implica, por lo tanto, tener agendas consensuadas entre los pueblos para la acción, con el objetivo de superar los dispositivos de la muerte imperante. Para lograr este objetivo debemos identificar claramente todas las guerras que atacan a la tierra, en sus múltiples frentes y formas.
Tenemos como eje civilizatorio un sistema económico que explota y contamina sistemáticamente nuestras bases de existencia. El productivismo y el consumismo bombardean sin piedad a la Madre Tierra. Los sectores extractivos, minero y petrolero, representan invasiones brutales en múltiples territorios. Los monocultivos y las falsas soluciones, como los mercados de carbono o las semillas transgénicas, destruyen brutalmente la biodiversidad. La homogeneización del consumo acelera los ritmos de destrucción con enormes impactos ambientales para el transporte remoto de alimentos, por nombrar solo un punto crítico. La codicia, en definitiva, no cesa de destruir la vida, ya sean bosques, selvas, páramos, manglares…
Juntos debemos enfrentar esas guerras ocultas. Estas son las formas de percibir, interpretar y experimentar la naturaleza, que parten, en la práctica, de ese supuesto civilizatorio que considera al ser humano desde el exterior y también por encima de él para dominarlo. Este posicionamiento presupone un impulso bélico inmerso en la violencia epistémica y ontológica que acaba fomentando el cambio climático, la contaminación y la pérdida de biodiversidad, así como todo tipo de depredación sobre la naturaleza, siempre en nombre del “progreso” y el “desarrollo” de una empresa. Todo con una perversa reverencia por el potencial de la ciencia y la tecnología, que en muchas ocasiones también actúan como armas de destrucción ambiental.
A todo esto se suman las guerras propiamente dichas, entre pueblos o contra pueblos, como el genocidio desatado por el Estado sionista en Palestina, que masacra no solo a los seres humanos sino a la naturaleza misma.
Si queremos la paz entre los seres humanos, debemos caminar en paz con la Madre Tierra, al mismo tiempo que promovemos la justicia social y la justicia ecológica.