Frente único y gobierno obrero en la táctica de la Internacional Comunista

Zinoviev, presidente de la Internacional Comunista en la recepción de los delegados extranjeros en Moscú. Se observan, de izquierda a derecha: Jacques Sadoul, Zinoviev, Paul Levi, Sosnovky y Bujarin. (Archivo de Matías Salvador Villa Juica)

La riqueza de los análisis sobre el frente único y el gobierno obrero en la Internacional Comunista de los años 1920 sigue siendo desconocida en nuestra cultura. Revisitar estos debates todavía puede permitir mejorar las discusiones actuales sobre la estrategia de la izquierda, especialmente cuando ésta solo busca asegurar la supervivencia institucional y/o corporativa…

Martin Mosquera. Jacobinlat.com

En los últimos años asistimos a una cierta reanimación de las discusiones estratégicas, la mayoría de ellas dirigidas en una misma dirección: los debates en torno a una posible «vía democrática al socialismo»alternativa al leninismo y a la socialdemocracia―, el redescubrimiento de Poulantzas en América Latina y Europa y la más original revalorización del Kautsky anterior a 1910 en la nueva izquierda anglófona. Esta reanimación es saludable y expresión de un nuevo clima político. Sin embargo, a menudo, los debates que se proponen una actualización de la estrategia socialista suelen caracterizarse por una descripción simplificada de la tradición que se disponen a superar. Esto puede tener una utilidad expositiva porque permite resaltar las novedades y los puntos de ruptura. Pero reconstruir de manera empobrecida la tradición nos priva de referencias todavía útiles para los debates contemporáneos y oculta más de lo que ilumina.

En el marco de esta reconstrucción simplificada destaca una narrativa omnipresente: la reducción de la política de la Internacional Comunista (IC) a la mera repetición de la estrategia insurreccional que tuvo lugar en Rusia. Es cierto que la generalización de la experiencia rusa dominó los primeros dos años de la política de la IC, cuando esperaba que la fuerza propulsiva de Octubre condujera a una revolución europea inminente. Y también es cierto que la mayor parte de la izquierda revolucionaria hizo de Octubre su modelo estratégico. Pero no es correcto afirmar que el conjunto de la política de la IC se redujera a un intento de repetición de la revolución rusa, lo que implicaría desconocer los debates y los giros políticos que se iniciaron en 1920 en Alemania en torno al frente único (FU) y al gobierno obrero, que se condensaron en el III y el IV congreso de la IC. No es casualidad que fuera desde Alemania, un país desarrollado, con un Estado más complejo, un movimiento obrero más implantado y formas parlamentarias más desarrolladas que en Rusia, desde donde surgieron los debates que llevaron a la táctica del frente único, en primer lugar por razones y necesidades muy prácticas. Como dijo Radek, delegado de la IC en Alemania, cuando impulsaron por primera vez la idea del frente único: «Si hubiera estado en Moscú, ni siquiera se me habría pasado por la cabeza».

Los debates sobre el frente único no se limitan a ser un precedente histórico de debates contemporáneos más sofisticados. Tampoco constituyen un modelo estratégico coherente y alternativo al que remitir. Sin embargo, en mi opinión, contienen algunas lecciones que funcionan como una señalización de posibles resoluciones a algunos aspectos débiles que caracterizan a la «vía democrática» en sus formulaciones convencionales (Poulantzas, Miliband, Panitch). En lo que sigue voy a señalar algunos de estos aspectos, sin poder ser exhaustivo por razones de espacio (tendré que dejar fuera el aspecto crucial de la relación entre el gobierno obrero y la dualidad de poder).

El frente único: una primera aproximación a la revolución en Occidente

En marzo de 1920, una formidable huelga general derrotó el intento de golpe de estado reaccionario denominado putsch de Kapp, lo que produjo una relación de fuerzas favorable a la clase trabajadora y una aguda crisis política. La joven República de Weimar era testigo de un gran vacío político que ponía en evidencia el fracaso del primer gobierno socialdemócrata de Ebert y Noske, y durante días se mantuvo en suspenso la conformación del nuevo gobierno bajo la presión de la huelga general (Broué, 2019). Se trataba de una crisis muy aguda pero muy diferente al Febrero ruso: al fracaso del putsch de Kapp le siguió un vacío de poder y una desorientación de la burguesía, pero no había una estructura de soviets a los que remitir como alternativa de poder (los «comités de acción» que cubrieron el país no tenían esa fuerza ni esa naturaleza) ni el Estado o el ejército habían sufrido un colapso general (Riddell, 2011). En este contexto, el líder sindical socialdemócrata Carl Liegen postuló la necesidad de un gobierno obrero compuesto por los dos partidos socialdemócratas (SPD y USPD) y por los sindicatos, sin participación de partidos o ministros burgueses.

El Partido Comunista Alemán (KPD), bajo la dirección de Paul Levi, respondió inicialmente que apoyaría la conformación de tal gobierno en la medida en que «no atente contra las garantías que aseguren a la clase obrera su libertad de acción política, y en tanto combata por todos los medios a la contrarrevolución burguesa». A esto agregaba que el KPD iba a limitarse a desarrollar una «oposición leal», es decir, que renunciaba a intentar derrocar por medios revolucionarios al gobierno en la medida en que se mantuvieran esas condiciones. Este posicionamiento fue el primer intento de aplicación de lo que posteriormente se consideraría la consigna transicional del gobierno obrero: el apoyo, en el contexto de relaciones de fuerza excepcionales, a un gobierno dominado por organizaciones obreras reformistas (Gaido, 2015).

Este primer intento de conformar un gobierno de los partidos obreros fracasó, pero los revolucionarios alemanes mantuvieron un curso heterodoxo en su política. En la «Carta Abierta» publicada el 8 de enero 1921, considerada luego como el primer intento sistemático de aplicar la política de frente único obrero, el KPD, recientemente unificado con el ala izquierda del USPD, propuso a todas las organizaciones obreras llevar a cabo acciones unitarias allí donde fueran posibles acuerdos prácticos. Estas políticas, que significaban innovaciones prácticas respecto a las referencias estratégicas heredadas, causarían una gran controversia en la izquierda revolucionaria, pero finalmente se impondrán en la Internacional Comunista, aunque con una resistencia significativa. La resolución que finalmente adopta la IC sobre el FU, escrita por Trotsky en marzo de 1922 para el Pleno del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista, dice:

Si el Partido cuenta con una tercera parte o la mitad de la vanguardia proletaria, luego, el resto se hallará organizado por los reformistas o los centristas. Es bien evidente que los obreros que aún apoyan a los reformistas y centristas se interesan vivamente por mantener los niveles de vida más elevados y la mayor libertad de acción que sea posible. En consecuencia, debemos proyectar nuestra táctica a evitar que el Partido Comunista, que en el futuro próximo abarcará los tres tercios del proletariado, se convierta en un obstáculo organizativo en el camino de la lucha proletaria actual. Aún más, el Partido debe asumir la iniciativa en asegurar la unidad en la lucha presente. Solo así el Partido se acercará a esos dos tercios que aún no siguen su dirección, que aún no confían en él porque no lo comprenden. Solo de esta manera puede el Partido ganarlos (1922). 

Y respondiendo a la reticencia de sectores de la IC que reclamaban una unidad de acción exclusivamente con las bases de los partidos socialdemócratas y no con los partidos como tales (reclamo que abarcaba a dirigentes como Bela Kun, Ruth Fischer, Amadeo Bordiga y Bujarin), la resolución agregaba:

El Frente Único, ¿comprende solo a las masas trabajadoras o incluye también a sus dirigentes oportunistas? El solo hecho de hacer esta pregunta demuestra incomprensión del problema. Si pudiésemos simplemente unir al proletariado en torno a nuestra bandera o alrededor de nuestras consignas prácticas, y saltar por encima de las organizaciones reformistas, ya fuesen partidos o sindicatos, lógicamente, esto sería lo mejor del mundo. En este caso, el problema del Frente Único no existiría en su forma actual.

Respecto a la cuestión del gobierno obrero, una resolución posterior de la IC, correspondiente al IV congreso de noviembre de 1922, dirá:

el gobierno obrero adquiere una mayor importancia en los países donde la situación de la sociedad burguesa es particularmente insegura, donde la relación de fuerzas entre los partidos obreros y la burguesía coloca a la solución del problema del gobierno obrero a la orden del día como una necesidad política. En esos países, la consigna del «gobierno obrero» es una consecuencia inevitable de toda la táctica del frente único. (…) Un gobierno de este tipo solo es posible si surge de la lucha de masas, si se apoya en organismos obreros aptos para el combate y creados por los más vastos sectores de las masas obreras oprimidas. Un gobierno obrero surgido de una combinación parlamentaria también puede proporcionar la ocasión de revitalizar el movimiento obrero revolucionario. Pero es evidente que el surgimiento de un gobierno verdaderamente obrero y la existencia de un gobierno que realice una política revolucionaria debe conducir a la lucha más encarnizada y, eventualmente, a la guerra civil contra la burguesía. La sola tentativa del proletariado de formar un gobierno obrero se enfrentará desde un comienzo con la resistencia más violenta de la burguesía. Por lo tanto, la consigna del gobierno obrero es susceptible de concentrar y desencadenar luchas revolucionarias.

La política de frente único fue considerada una táctica para un contexto de reestabilización parcial del capitalismo y, por lo tanto, de refortalecimiento de las organizaciones reformistas. Pero no conducía a un curso de adaptación al reformismo, como afirmaban sus detractores, sino a reconocer que la conquista de la hegemonía en la clase trabajadora solo podía ser el resultado de un combate prolongado donde las tácticas unitarias cumplirían un papel; y no de una ofensiva permanente basada exclusivamente en la confrontación directa con el reformismo.

El frente único responde, en primer lugar, a que las masas aprenden en base a la experiencia práctica, y para movilizarla es necesario poner en funcionamiento palancas unitarias que faciliten su pasaje a la acción. En segundo lugar, e igualmente importante, a que los revolucionarios están en mejores condiciones para señalar las inconsecuencias de las direcciones reformistas siendo el ala más decididamente unitaria del movimiento obrero, y no incurriendo en el error de debilitar la fuerza de la clase trabajadora en función de delimitaciones meramente propagandistas. Si, por el contrario, se esgrimen diferencias ideológicas con los reformistas para no avanzar en un combate común, los revolucionarios aparecen ante las masas como un factor divisivo, debilitan la lucha, favorecen su propia marginalización y refuerzan a las direcciones reformistas. A través del frente único, la delimitación con las direcciones reformistas es, sobre todas las cosas, un subproducto de la inconsecuencia de los reformistas para llevar a término una lucha común. 

Se suele subestimar el valor subyacente de los debates en torno al frente único en la IC. No se trataba simplemente de la unidad de acción defensiva con los reformistas, sino de un verdadero giro estratégico, aunque limitado, empírico y no exento de confusiones. En torno a la cuestión del frente único, de las reivindicaciones transitorias, de la táctica del gobierno obrero, aparece el intento de un reexamen estratégico fundado en la percepción de las condiciones peculiares del Occidente europeo: un peso mayor de las tradiciones reformistas en el movimiento obrero, un contexto de legalidad para la lucha política, una crisis más lenta del Estado, una hegemonía más sólida de las clases dominantes. Para ser más precisos: de las condiciones de la lucha revolucionaria en un Estado capitalista (que bajo su forma «normal» es un Estado democrático representativo), mientras que la revolución de Octubre había enfrentado el régimen absolutista del zarismo.

Gramsci, por su parte, tomó dimensión del giro implicado en aquellos debates y afirmó: «Me parece que Ilich (Lenin) comprendió que era preciso un cambio de la guerra de maniobras, aplicada victoriosamente en Oriente en el 17, a la guerra de posiciones, que era la única posible en Occidente (…) Esto es lo que creo que significa la fórmula del ‘frente único’ (…) Solo que Ilich no tuvo tiempo de profundizar su fórmula» (1999: 157). Perry Anderson, de igual manera, percibe la importancia del frente único y lo define como «el último consejo estratégico de Lenin al movimiento de la clase obrera occidental antes de su muerte» (2018: 157).

La cuestión gubernamental desde un punto de vista transitorio

Cuando «la situación de la sociedad burguesa es particularmente insegura» dice la resolución de la IC, el «gobierno obrero» puede convertirse en la «consecuencia inevitable de toda la táctica del frente único». El gobierno obrero es presentado como la posibilidad de que, en el marco de una crisis general del sistema de dominación, pero en la que las instituciones del viejo Estado evitan un colapso general (a diferencia de lo ocurrido en Rusia), un acceso al gobierno en el marco del Estado burgués por parte de los partidos obreros (aun con mayoría reformista) pueda ser el punto de partida para rupturas más decisivas con el capitalismo. Se trata de un enfoque transicional de la cuestión gubernamental, diferente al desenlace rápido en base al colapso del Estado del caso ruso y, por tanto, de un gobierno intermedio y transitorio en el proceso de conquista del poder. Del mismo modo que una «consigna transitoria» (económica, democrática) intenta oficiar de puente entre el estado actual de conciencia de las masas y la lucha por el poder, el gobierno obrero es el enfoque transicional aplicado a la cuestión gubernamental misma.

La necesidad de un enfoque transitorio de la cuestión gubernamental en los países occidentales salta fácilmente a la vista. Cuando se produce un proceso de radicalización social en Estados democráticos, las masas luchan primero por un gobierno que dé expresión a sus aspiraciones en el marco de las instituciones vigentes, no por el derrocamiento del poder de la burguesía, del mismo modo en que luchan primero por conseguir un aumento salarial en su lugar de trabajo y no por expropiar los medios de producción. En determinadas condiciones, el acceso electoral al gobierno por parte de fuerzas socialistas, así sean moderadas o reformistas, puede cumplir un papel de puente entre las aspiraciones populares y la lucha por el poder. Llegados a un cierto punto, el nuevo gobierno se topa con la resistencia de la burguesía y ello expone la necesidad de radicalizar el proceso hacia una ruptura anticapitalista.

A este respecto, la IC hizo una distinción pertinente que suele pasar desapercibida. En sus debates tuvo en cuenta un tipo de gobierno que no era un gobierno obrero, pero tampoco un gobierno de colaboración de clases convencional. La IC se refirió a aquellas situaciones en las que la dirección gubernamental no tiene voluntad o capacidad de avanzar en una confrontación decisiva con la burguesía, pero que, por sus vínculos con la clase trabajadora, por su propia debilidad política o por sus vacilaciones, no puede evitar una profundización de la crisis del orden social y una mayor radicalización política. Aquí estamos ante una situación paradójica que la IC caracterizó bastante adecuadamente: las direcciones buscan la contención social (o al menos no empujan deliberadamente la radicalización), pero la evolución general del proceso es, al menos inicialmente, progresiva debido a la incapacidad de las direcciones para estabilizar la situación. La dinámica política que se abre fortalece el poder social de las clases populares y su antagonismo con la burguesía, aun si el objetivo del gobierno va en la dirección opuesta.

En el Congreso de la IC de noviembre de 1922, el caso que se toma como referencia remite a la experiencia rusa, como casi todo en los debates de la IC, y es el gobierno provisional menchevique-eserista surgido de la Revolución de Febrero. Se caracteriza que este gobierno, más allá de sus propias intenciones, favoreció el torbellino revolucionario. Razonando sobre esta experiencia, Zinóviev llega a retomar una frase de Plejánov en la que definió a los mencheviques como «medio bolcheviques» por el favor inconsciente que hicieron a la revolución («Objetivamente, el gobierno menchevique era el más adecuado para arruinar el juego del capitalismo, para hacer imposible su situación», afirmó en su informe ante la IC). Zinóviev también llegó a postular, con exageración, la posibilidad de que un futuro gobierno laborista australiano (que en la clasificación de la IC se tomó como ejemplo de gobierno obrero liberal) tuviera un desenlace similar. Dicho gobierno, dijo, podría ser el punto de partida para «revolucionar el país», podría dar muchos pasos «dirigidos objetivamente contra el estado burgués» y «puede terminar en manos de la izquierda». 

Es decir, un acceso electoral de los partidos obreros al gobierno puede ser el punto de partida de una situación revolucionaria no solamente en el caso en el que adoptan un curso decidido de ruptura con la burguesía, sino también en la situación, históricamente más recurrente, en la que ponen en movimiento una dinámica social que los desborda. Creo que hay una experiencia clásica que puede servir de referencia al respecto: la del Frente Popular francés. Y vale la pena también revisar las indicaciones de Trotsky a sus seguidores franceses en aquel momento. Aunque Perry Anderson está en lo correcto cuando afirma que en los textos de los años treinta sobre Francia y España Trotsky incurre en errores sectarios que los ubican por debajo de sus escritos sobre la lucha antifascista en Alemania, sobre todo en lo que respecta a la política ante la pequeña burguesía democrática, sin embargo, la política de Trotsky fue mucho más sutil, compleja y exploratoria de lo que indica la narrativa estándar heredada tanto por sus defensores como por sus críticos. 

El cambio de contexto político que significó la victoria electoral del Frente Popular en Francia, que las masas sintieron como propia, contribuyó a elevar las expectativas sociales y a que las clases populares sintieran mayor confianza en sus propias fuerzas, lo que llevó a un recrudecimiento de la lucha de clases: el ciclo de huelgas de julio de 1936 que impuso las conquistas sociales que a menudo se atribuyen erróneamente al programa de Blum.

Para Trotsky estaba claro que el gobierno de Léon Blum en Francia no representaba un gobierno obrero en el sentido definido por la IC, sino una coalición de colaboración de clase que buscaba autolimitar la lucha obrera a lo que permitía un acuerdo con la «burguesía democrática». Sin embargo, Trotsky no se limitó a decir que el Frente Popular era «el principal obstáculo para el camino de la revolución proletaria». Poco tiempo antes de la conformación del Frente Popular, cuando en 1934 se inicia un trabajo en común entre el PC y la SFIO, Trotsky aclara:

Si durante la implacable lucha contra el enemigo ocurriese que el partido del socialismo «democrático» (SFIO), del que nos separan irreconciliables diferencias de doctrina y de método, llegara a ganar la confianza de la mayoría, estamos y estaremos siempre preparados para defender contra la burguesía a un gobierno de la SFIO.

Posteriormente, comentando las resoluciones de Dimitrov que impulsan desde la IC la táctica del Frente Popular, Trotsky hizo su famosa afirmación: «El último congreso de la Internacional Comunista, en su resolución sobre el informe de Dimitrov, se ha pronunciado por la creación de comités de acción elegidos como apoyo de masas del “Frente Popular”. Esta es, por cierto, la única idea progresiva de toda la resolución». Trotsky consideraba que en el ámbito de los acuerdos burocráticos entre partidos, el Partido Radical (representante de la pequeña burguesía francesa) estaba sobrerrepresentado; en cambio, en los comités de acción del Frente Popular su peso era marginal y se creaba entonces un ambiente favorable para combatir la política de conciliación de clases de las direcciones. 

Esta orientación hacia la participación por abajo del Frente Popular iba acompañada por una táctica de exigencias parciales a la dirección y no de oposición frontal. La fórmula pedagógica que proponía Trotsky para dialogar con las expectativas de las masas y explorar las posibilidades de la situación era: «si queremos que el Frente Popular luche contra la burguesía hay que sacar a la burguesía del Frente Popular», que luego se extendería al reclamo de renuncia de los ministros burgueses del gobierno de Blum. En una carta a los trotskistas franceses, Trotsky escribe el 21 de junio de 1936: 

Trotsky no estaba diciendo que había que apoyar al gobierno de Blum (rechazó el término «protección» que trotskistas franceses sugirieron para describir la actitud ante el gobierno). Pero indicaba que no se trataba de combatir frontalmente al gobierno del Frente Popular, «sino solamente golpearlo por sus flancos». En la medida en que no era probable que el movimiento de masas hiciera una experiencia rápida que permitiera superar vertiginosamente la hegemonía de los reformistas, serían el gobierno de Blum y el Frente Popular quienes aparecerían ante las masas como protagonistas de una dinámica de confrontación con la burguesía. En este marco, es necesario, dice Trotsky, presentarse «a ojos de los obreros, no como un estorbo, sino como personas que quieren que la cosa avance». La lógica del frente único subyace a todas estas indicaciones. Independencia política y táctica unitaria, resumida en la fórmula: «No metemos a Léon Blum en el mismo saco que a los “de Wendel y de La Roque”. ¡Acusamos a Blum de no entender la formidable resistencia de los de Wendel y de La Roque!». 

Mantener diálogos pedagógicos con las expectativas de la clase trabajadora, ganar posiciones en el interior de los organismos de masas del Frente Popular, adoptar una táctica de exigencias parciales y no embestir de frente contra la dirección, y la defensa de un tentativo gobierno reformista contra el asedio de la burguesía sin abandonar la independencia organizativa y estimulando la movilización social independiente: esto es lo que impulsó Trotsky en lo que es considerado su momento más sectario. ¡Todo lo contrario de quienes, supuestamente inspirados en la experiencia bolchevique o en el trotskismo, pregonan la pasividad sectaria esperando empalmar con las masas luego de la capitulación de los reformistas!

El gobierno obrero como mediación inestable

Quisiera resaltar un último mérito de los debates de la IC sobre el gobierno obrero: la advertencia sobre el carácter eminentemente transitorio de un gobierno de este tipo y, por lo tanto, la necesidad de desbordar la política reformista en una dinámica de radicalización. El gobierno obrero solo puede ser un momento provisional en la preparación de la ruptura con el capitalismo. Partir de esta constatación permite identificar una secuencia política que se repite de manera escrupulosa.

Podríamos reconstruirla de la siguiente manera: cuando accede al gobierno una fuerza política que no responde a los intereses de la burguesía, se impone una carrera entre tres fuerzas o tendencias fundamentales. En primer lugar, la burguesía impone progresivamente medidas de sabotaje económico, huelga de inversiones y fuga de capitales que introduce al país en un progresivo desorden social y económico. Esta reacción de la burguesía ante el deterioro del «buen clima de negocios» es una respuesta espontánea, y no necesariamente una oposición política sistemática y deliberada. Mientras se mantenga el monopolio privado de la inversión, la burguesía mantiene ese poder de veto sobre la política estatal. Estos son los mecanismos espontáneos que anteceden a las acciones propiamente políticas, ya sea por medios violentos o electorales.

La segunda tendencia la constituye la política reformista que impone progresivamente una parálisis al movimiento de masas: en la medida en que no toma medidas drásticas contra la burguesía o, más habitual, en que empieza a hacer concesiones a las clases dominantes, el gobierno se sumerge en una creciente impotencia, provoca una progresiva desilusión entre las masas y crea un terreno fértil para la desmovilización y para la reacción de las clases dominantes (Mandel, 1979). La profundización de la crisis y de los conflictos de clase conduce a que en el largo plazo se presente una alternativa irreductible: o se profundiza la movilización de masas hacia una ruptura decisiva con el orden burgués o la derrota es inevitable, ya sea bajo la forma de una capitulación de las direcciones, de una derrota electoral o de una reacción fascista.

Esto lleva a la tercera tendencia, en general más débil que las anteriores: el desbordamiento de la política reformista, que por momentos emerge como un proceso casi espontáneo de la dinámica creciente de los conflictos de clase. Es especialmente necesario no entender tal desbordamiento bajo una forma demasiado simplificada o restrictiva: no remite solamente a un combate directo por la hegemonía entre reformistas y revolucionarios, sino más en general a una dinámica global de recrudecimiento de los conflictos de clase en el marco de la crisis. En un contexto de este tipo, analizaba Mandel,

habrá una confianza relativa, reservada y desconfiada –es una fórmula contradictoria que expresa bien la realidad– en la mayoría parlamentaria o en el gobierno de izquierdas; al mismo tiempo, habrá una tendencia a desbordar los marcos de actuación previamente fijados por el programa reformista de colaboración de clases, y la voluntad de no romper con el régimen burgués. Lo que determina la dinámica de este desbordamiento no es tanto una disposición teórica de las masas como una lógica inevitable de exacerbación de la lucha de clases (1979).

Y agregaba:

Cuando digo desbordamiento (…) no significa necesariamente una ruptura espectacular y electoral con estos partidos. Puede adoptar formas intermedias, como la de una radicalización de ciertas alas de estos partidos, de luchas entre tendencias dentro de estos partidos e incluso de rupturas dentro de estos partidos (1979).

Esta indicación es importante para protegerse contra una imagen simplificada, o excesivamente rusa, de la idea de desbordamiento, que solo imagina un salto brutal de la corriente revolucionaria en detrimento de la dirección reformista. Sobre las formas concretas de resolver la cuestión del poder, y por lo tanto de superar la parálisis reformista, no se pueden hacer previsiones concluyentes.

Mantenerse relativamente abierto respecto a las formas concretas de conquista del poder permite trabajar todos los escenarios con la apertura estratégica necesaria. La política revolucionaria no puede asumir la forma de una pasividad sectaria que espera empalmar con las masas ante el fracaso del reformismo. Y no se trata de que esta estrategia haya perdido actualidad en Estados occidentales, sino de que una dinámica de este tipo nunca se verificó en la historia del movimiento obrero. La trayectoria de la Revolución rusa no prueba la pasividad estratégica, sino lo contrario: lo que caracterizó a los bolcheviques fue su capacidad para los giros políticos y la flexibilidad táctica y la evaluación de diferentes hipótesis de acceso al poder, que incluyó un tentativo gobierno obrero como el que luego evaluaría la IC para Occidente, cuando emplazaron al gobierno provisional a romper con sus aliados burgueses. Pero tampoco podemos cometer el error simétrico y ceñirnos exclusivamente, como hace paradigmáticamente Poulantzas, a la expectativa de que se produzca una radicalización de las direcciones reformistas mayoritarias por la presión popular; no solo porque de esta forma se descartan arbitrariamente otras opciones de evolución de los acontecimientos, sino porque también disminuimos la factibilidad de esa radicalización. La confianza hacia las direcciones mayoritarias disminuye la lógica de desbordamiento que es, precisamente, el mecanismo más eficaz para imponer una radicalización en las direcciones reformistas. Contra estos dos errores simétricos, las discusiones de los años 1920 sobre el frente único siguen siendo un punto de referencia útil que merece una mayor atención.

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