Doble poder: hacia otro tipo de política alternativa.

Miembros del Soviet de Petrogrado (1917). Foto de dominio público tomada de Wikimedia Commons.

Con su teoría del doble poder, en 1917 Lenin esboza una concepción alternativa del poder político, un tipo de política que representa una opción a las principales corrientes del pensamiento y la práctica políticos actuales….

Peter D. Thomas. Jacobinlat.com

Versión revisada y ampliada del texto «Lenin’s Aternative: A Politics of Another Type», de Peter D. Thomas, que su autor presentara en línea el 25 de mayo de 2024, en la sesión de clausura de la serie internacional de eventos Leninist Days / Jornadas leninistas (27 de enero -25 de mayo de 2024), organizadas en conmemoración del centenario de la muerte de Lenin. El texto original en inglés apareció el 28 de enero de 2025 en Communis. Se publica ahora por primera vez en traducción al español simultáneamente en Communis y Jacobin América Latina.

La alternativa de Lenin

Hay muchos Lenin, como ha atestiguado fehacientemente la asombrosa colección de imágenes discordantes presentadas a lo largo de estas notables cuarenta y una «Jornadas leninistas». A no dudarlo, una de las señales indiscutibles de la consagración de Lenin como «clásico» es el hecho de que tan disímiles lectores hayan podido encontrar en su pensamiento y en su actividad formas tan diversas de aproximarse a cuestiones tanto históricas como contemporáneas y, sobre todo, de dilucidar el constante entrelazamiento de lo histórico y lo contemporáneo. Si podemos hablar de Lenin como de un «clásico», es precisamente en ese sentido, es decir, no de un monumento fijo extraído del pasado, sino de un prisma refractario mediante el cual el presente puede tratar de obtener nuevas perspectivas sobre su relación consigo mismo[1].

Así entendido en cuanto clásico, en ningún caso se trata de elegir entre uno u otro de esos Lenin: Lenin el organizador del partido y austero teórico de la disciplina de la organización frente a Lenin el táctico quasi anarquista de la especificidad temporal de la intervención política en las relaciones de fuerza existentes, por ejemplo, o Lenin el (¿dadaesco?) practicante poético del eslogan oportuno frente al pragmático promotor de la Nueva Política Económica y la Revolución Cultural[2]. Necesitamos a todos esos Lenin, todos esos diferentes ángulos desde los que volver la mirada sobre el pasado, el presente y el futuro de la política revolucionaria en su sentido auténtico como tradición viva. En la capacidad de heredarlos a todos en su conflictividad y creatividad durante los últimos veinte años, y a lo largo de esta serie genuinamente global de seminarios, cabe ver en ese sentido un índice de la maduración cada vez más patente de una nueva cultura socialista generacional[3].

En el presente texto me propongo centrarme sólo en uno de esos Lenin y, de hecho, en un momento muy breve, casi efímero y tal vez incluso marginal en la evolución general de Lenin, aunque su influencia y recuperación posteriores por corrientes marxistas en conflicto lo hayan hecho parecer mucho más central para el pensamiento y la práctica de Lenin en su conjunto de lo que fue histórica o textualmente el caso. Me refiero aquí al Lenin que, a mediados de 1917, teorizara la novedosa noción de «doble poder» o «poder dual». Mi tesis es que ese Lenin esboza una concepción alternativa del poder político y, más exactamente, la concepción de un tipo de política que representa una alternativa a las principales corrientes del pensamiento y la práctica políticos modernos.

¿Cuáles son los rasgos esenciales de esas principales corrientes del pensamiento político moderno y en qué sentido hay que distinguir de esas corrientes a Lenin? Para decirlo de forma necesariamente muy esquemática, cabe caracterizar a esas corrientes como una línea que va desde Bodin, Hobbes y Rousseau hasta Weber, Schmitt, Rawls y más allá, que piensa la política qua política de una forma u otra como producción de unidad mediante una relación de autoridad y mando. Para esa tradición (sin dudas internamente contradictoria y conflictiva), la política se constituye como instancia que, en sentido literal, «fuerza» a las formaciones sociales modernas, una instancia de regulación, de adopción de decisiones y, consecuentemente, de imposición de orden (del tipo que sea) sobre lo que se presume el desorden primordial de lo pre-político y lo no-político, ya sea que se conciban como lo social, lo económico, lo ético, lo moral o cualquier otra variante. De ese modo, la política se concibe esencialmente como mecanismo de afirmación de lo que esa tradición caracteriza como «soberanía», la instancia del poder político supremo que se afirma a sí misma y por encima o más allá de la cual no hay lugar para ninguna apelación efectiva, ni estructural ni temporalmente. En los términos fundacionales de Bodin, para ser verdaderamente soberana, la soberanía debe ser absoluta, perpetua y, lo que es crucial, también indivisible, en el sentido de un poder que no es susceptible de compartirse ni dividirse entre el soberano y sus súbditos. La soberanía, por tanto, hace necesaria una separación permanente y estructural entre las instancias gobernantes y las gobernadas, o, para decirlo en otros términos, entre la fuerza organizativa y la práctica asociativa. Sobre esa base puede establecerse una relación circular entre medios (política) y fines (soberanía), en la que estos últimos actúan retroactivamente sobre los primeros, haciendo de la noción de política no soberana una contradicción en los términos.

Ese énfasis en la unidad política incontestable, indivisa y duradera culmina necesariamente en el principio y la práctica de la política como «representación» en un sentido muy preciso: la «re-presentación» de aquello que (lógica y temporalmente)   se hace ausente; ausentamiento al que se ha procedido precisamente para hacer posible la re-presentación[6]. En ese plano específico, la representación debe entenderse no sólo en un sentido estrechamente institucional asociado con la tradición parlamentaria, como la valorización de la conciencia responsable y prudente del Representante contrapuesta al capricho del Delegado. En el caso que nos ocupa, la representación se concibe más bien como una formalización de las prácticas más amplias del ausentamiento de las energías y las perspectivas de la inmensa mayoría de los actores de una formación social (a saber, las clases trabajadoras en sentido amplio, o, en términos gramscianos, los grupos sociales subalternos) y su sustitución —su re-presentación— por élites de diversos tipos en procesos políticos definidos en términos estrecha y estrictamente institucionales[7].

No es sólo la figura gráficamente representativa del Leviatán de Hobbes —en cuanto cuerpo unificado que contiene y pone en orden multitudes antes caóticas— lo que debemos considerar en esta óptica ampliada. Incluso un crítico abierto del principio de representación en cuanto tal como lo fue Rousseau reproduce esa lógica del «ausentamiento representativo» en la médula de su noción de Voluntad General[8]. De hecho, en la rápida transición que Rousseau preconiza de la (díscola) «voluntad de todos» a la (unificada) «Voluntad General» podría verse una instancia de ese proceso de ausentamiento-representación más paradigmática incluso que la de su precursor hobbesiano, en la medida en que la voluntad general funciona como una instancia de imposición trascendental del orden, precisamente por medio de una lógica sustractiva. La voluntad general es lo que queda como instancia universal formal después de que todas las pretensiones particulares empíricamente existentes se hayan reclasificado como contingentes. Tal como plantea Rousseau en su célebre caracterización de la «considerable diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general: la segunda no tiene en cuenta sino el interés común, la primera concierne al interés privado, y no es más que una suma de voluntades particulares; pero si, de esas mismas voluntades, se sacan los más y los menos que se anulan mutuamente, lo que queda como suma de las diferencias es la voluntad general»[9].

Históricamente hablando, el argumento de Rousseau desempeñó un papel central en el ascenso a la preeminencia de la noción de «soberanía popular», que a menudo y cada vez más se ha considerado una alternativa democráticamente más aceptable a las pretensiones (instrumentalmente) absolutistas en las que se suele, erróneamente, ver el fundamento de la teorización bodiniana de la soberanía. Así concebido, el adjetivo positivamente evaluado se utiliza no sólo para calificar o modificar al sustantivo (ahora sospechoso), sino incluso en cierto modo para negarlo. Sin embargo, podría decirse que el ímpetu que subyace a la teorización de Bodin —a saber, el intento de derivar un principio de poder político supremo de la naturaleza de la constitución de la comunidad política en cuanto jerarquía de gobernantes y gobernados— de hecho no alcanza su conclusión lógica sino, precisamente, en la noción de soberanía popular, es decir, una soberanía de «El Pueblo» en la que la abstracción de una singularidad-multiplicidad se afirma en cuanto fuente, en última instancia, de la decisión política sin nadie que la impugne desde el interior y sin divisiones (las sedicentes facciones de intereses privados de que habla Rousseau) o —factor determinante— sin un exterior (en cuanto unidad política completa y totalizadora, el pueblo es, estrictamente hablando, incontable y, precisamente en ese sentido, puede ocupar el lugar del soberano singular)[10]. En cuanto abstracción formada por medio de la re-presentación, el pueblo llega de ese modo a funcionar a la vez como sujeto (detentador del poder soberano) y como su propio objeto (gobernado por «sí mismo»); el sueño de Bodin de la soberanía como fusión estable de las instancias gobernantes y las gobernadas en una comunidad política duradera sin exterior podría decirse que no termina de consumarse sino precisamente en tal declinación popular.

En ese sentido, la política burguesa y capitalista es constitutivamente representativa y soberana, momento clave de condensación de lo que en otro lugar he sostenido que son los procesos más generales de subalternización que han caracterizado a la modernidad política[11]. Obviamente, ese sustitucionismo no se limita en absoluto a las formas específicas de subalternización de la democracia representativa burguesa, sino que ha sido una dinámica presente incluso —y especialmente— en la historia de las fuerzas políticas de oposición. Un rasgo común a tales procesos históricamente variables de subalternización es la valorización de la organización por encima y en contra de la asociación, lo que conduce a una distancia (formal) insalvable entre el poder político y los saberes políticos (en su pluralidad). Hasta en los regímenes denominados «populares», el mantenimiento de una distinción entre la capacidad de decisión de un momento singular de organización y las prácticas de asociación, necesariamente múltiples y superpuestas, inevitablemente resulta en un abismo entre quienes gobiernan y quienes son gobernados. A ese respecto, la soberanía necesariamente subalterniza, pues asigna estructuralmente una posición permanentemente subordinada a otras instancias no soberanas; en la práctica, la soberanía no puede prescindir de semejante subalternización, en la medida en que depende de esa sumisión generalizada, de ese reconocimiento de sí misma como tribunal supremo de apelación, para (lograr) hacer valer sus pretensiones a la soberanía.

¿En qué sentido, entonces, sostengo que hay que distinguir a Lenin de los teóricos de la política en cuanto soberanía y que, en particular, la noción de doble poder representa una alternativa teórica a la principal corriente representativa del partido del orden soberano burgués? Después de todo, la mayoría de las veces, esa noción se ha entendido como un caso ejemplar del análisis concreto por Lenin de una coyuntura concreta (para utilizar los términos de Althusser), es decir, como algo cuyo significado es primordialmente de carácter histórico o empírico, como una descripción de condiciones específicas y transitorias en la evolución de la Revolución Rusa de 1917, en lugar de representar una contribución teórica por derecho propio. Por tanto, para comprender el significado teórico de la noción de doble poder, primero tenemos que dejar de lado algunas de las formas más influyentes en que tradicionalmente se ha entendido.

En primer lugar, para Lenin ninguna situación de doble poder podía producirse como resultado de un acto de voluntad política (al menos no si esa «voluntad» se entiende en términos de orientación subjetiva, como Willkur más bien que como Wille, para utilizar la distinción kantiana). Tal como, en su origen, Lenin elaboró esa elusiva noción en el lapso transcurrido entre las dos revoluciones de 1917, el doble poder no fue cuestión de decidir: el acto más o menos subjetivo mediante el cual un actor político dado optara por una propuesta estratégica entre otras en un momento indeterminado. Fue, por el contrario, una situación objetivamente dada o, más exactamente, una relación de fuerza inscrita en la estructura de una particular coyuntura de crisis. Fue un momento de intensificación de una contradicción estructural subyacente, configurada y expresada de forma singular y, por tanto, irrepetible. En esa medida, la crisis coyuntural revolucionaria de 1917 no fue arbitraria, ni fue resultado de maquinaciones maquiavelianas por parte de Lenin en particular o de los bolcheviques en general, como supone cierta generalizada lectura «diabólica» de esa crisis[12]. Más bien, incluso y sobre todo en su singularidad, fue síntoma y expresión de la crisis estructural de la propia modernidad política.

En segundo lugar, precisamente por ser una relación de fuerza inscrita en la estructura de una particular coyuntura de crisis, la existencia de una situación de doble poder no era señal de una «sustracción», o de un «éxodo» subjetivamente determinado, respecto de la política existente[13]. Lenin no planteó ni la necesidad ni la posibilidad de que se produjera una situación de doble poder, es decir, de un simple rechazo de la participación en el aparato estatal existente en favor de un poder «más puro» ubicado en otra parte, ya fuese en la sociedad civil o en algún otro espacio presuntamente liberado. Lenin, en realidad, en todo momento sostuvo que la participación en el Estado existente, en particular en los mecanismos de la democracia parlamentaria, podía ser tácticamente útil para el movimiento revolucionario, en coyunturas particulares y bajo ciertas condiciones políticas precisas[14]. Parte de la novedad de la noción de doble poder estribó precisamente en el hecho de haber movilizado esa perspectiva realista en medio de una crisis revolucionaria. La situación de doble poder en Rusia en 1917 se daba, para Lenin, tanto «dentro como en contra» del Estado existente, para utilizar una fórmula casi agustiniana que más tarde adoptó con frecuencia Mario Tronti para caracterizar las fuentes de las rebeliones obreras.

En tercer lugar, en Lenin el doble poder es menos una teoría plenamente elaborada que un momento repentino de claridad e intensidad conceptuales. Con todo el debido respeto, cabe objetar la idea de Poulantzas según la cual todos los análisis y toda la práctica de Lenin tienen como línea principal el «doble poder»[15]. A decir verdad, el término «doble poder»  o «poder dual» [dvoevlastie] no ocupa en absoluto un lugar prominente en los voluminosos escritos de Lenin antes y después de la Revolución rusa de 1917[16]. Si bien esa ausencia de rastros textuales puede parecer desconcertante a la luz de la influencia posterior de la noción de poder dual en la formación de tantas «imágenes de Lenin», existe de hecho una razón más bien simple para esa ausencia terminológica: la realidad para cuya descripción se elaboró el término no existía antes de 1917. La tesis de la existencia de una situación de doble poder emerge explícitamente en el vocabulario político de Lenin sólo en el momento muy específico del «interregno» entre las dos revoluciones de febrero y octubre de 1917. Por consiguiente, debemos pasar a considerar la singularidad de ese momento a fin de esclarecer la especificidad e incluso la peculiaridad de la propuesta conceptual de Lenin.

Si bien a partir de cierto enfoque de la historia de las ideas se podría sostener que el «concepto» (a diferencia del «término») de doble poder ya está presente «en estado práctico» en las Tesis de abril compuestas durante el viaje de Lenin a la estación de Finlandia, en realidad Lenin no lo formuló de manera explícita sino en un artículo publicado en Pravda el 9 de abril de 1917, antes de presentarlo, como es ampliamente sabido, en Las tareas del proletariado en nuestra revolución (escrito un día después, el 10 de abril, pero que permaneciera inédito hasta septiembre). Además, el propio «término» de «doble poder» en realidad no había sido acuñado por Lenin; numerosos autores de diversas perspectivas políticas ya venían hablando de una anómala situación de doble poder desde la negativa de los soviets, después de febrero. a asumir la plena responsabilidad del gobierno y el consiguiente surgimiento del ineficaz Gobierno Provisional[17]. En esos casos, la tesis del doble poder era un intento por comprender el totalmente inesperado «entrelazamiento de dos dictaduras», la de los soviets y la del Gobierno Provisional. En el artículo de Pravda, Lenin señala explícitamente que «Nadie había pensado antes, ni podía haber pensado, en un poder dual.»[18] El tipo de poder político encarnado en los soviets surgió al margen del aparato estatal existente y, al mismo tiempo, junto a él; aparato que se había visto gravemente debilitado tanto en su legitimidad como en su funcionamiento por una gran crisis social y política (y fue precisamente ese debilitamiento lo que representó una maquiaveliana occasione en la que los soviets emergieron como una institución política de cierta durabilidad). Sin embargo, en ese entonces Lenin no hizo una caracterización del doble poder en términos de un enfrentamiento maniqueo entre poderes puros e impuros. A sus ojos, el doble poder representaba más bien un tipo inestable de «gobierno mixto» de las reivindicaciones contrapuestas, para utilizar el término de Gramsci, de la «sociedad política» (o prácticas organizativas) y de la «sociedad civil» (instancias asociativas), en el momento de la desestabilización de sus jerarquías habituales.

No obstante, las bases sociales y las consecuencias políticas de esos dos «gobiernos» o «dictaduras» eran totalmente distintas. El Gobierno Provisional, por muy provisional y precario que en realidad fuera, tenía pretensiones de ser o de llegar a convertirse en un «Estado propiamente dicho» en su sentido formal, es decir, un aparato estatal fundado en la «ley» (administrada por las élites políticas) y, en última instancia, en los «derechos» de la propiedad privada. En virtud de su participación en los paradigmas de la soberanía y la representación, necesariamente era una forma de gobierno represiva y subalternizadora que se proponía afirmar y hacer perdurar lo que Bodin y, antes que él, Maquiavelo habían observado como el hecho «primordial» de la política (en el sentido de la situación empíricamente dada de la que inicialmente emana todo tipo de política); a saber, la observación de que realmente hay quienes dirigen y quienes son dirigidos, precisamente la configuración de fuerzas que había precipitado la crisis revolucionaria[20]. A ese respecto, el Gobierno Provisional no representaba ninguna resolución de la crisis, sino su continuación o incluso su repetición formalista.

Los soviets, por su parte, representaban un «tipo especial de Estado» que le recordaba a Lenin, los rasgos definitorios de la Comuna de París. Tanto la Comuna como los soviets se basaban en la iniciativa popular y funcionaban en cuanto tal iniciativa (en particular, la sustitución de la policía y el ejército mediante la entrega de las armas al propio pueblo, y el control popular directo del funcionariado y la burocracia mediante procesos de delegación y revocación). Para utilizar los términos del análisis de Marx sobre el significado político de la Comuna de París, esta había sido una forma de gobierno expansiva en que empezar a hacer realidad la emancipación del trabajo[21]. Esos dos gobiernos eran, en el sentido más estricto, poderes políticos mutuamente incompatibles, fundados en presuposiciones totalmente distintas sobre la naturaleza y el funcionamiento de las instituciones políticas y de la propia política. Su antagonismo tenía que acabar con la desaparición de uno u otro. Lenin insistió en el carácter excepcional y necesariamente temporal de esa coyuntura: «No cabe la menor duda de que tal “entrelazamiento” no puede durar mucho. En un mismo Estado —sostuvo— no pueden existir dos poderes […] El doble poder expresa simplemente una fase transitoria en el desarrollo de la revolución.»[22]

La noción de doble poder también representa una fase de transición en el pensamiento de Lenin durante la cual este intentó comprender las configuraciones sin precedentes que se habían producido en 1917. Se trata de una fase que atraviesa los altibajos del verano de 1917 y que alcanzó su conclusión programática en las renovadas reflexiones de Lenin en El Estado y la revolución sobre los escritos de Marx acerca de la Comuna de París. Sin duda, la emergencia de una situación de doble poder en 1917 impulsó a Lenin a retomar temas sobre los que había meditado durante mucho tiempo, del mismo modo que el estallido de la guerra en 1914 lo había llevado de vuelta a Hegel[23]. El Estado y la revolución es una obra que puede inscribirse legítimamente entre las grandes «obras inconclusas» de la tradición materialista, en la medida en que esa tradición nos permite entender lo inconcluso no en términos de carencia sino de su determinación por la coyuntura y en ella[24]. Iniciada su redacción durante la soledad casi maquiaveliana de la época en que Lenin era un proscrito en un pajar, fue una obra que Lenin «abandonó» felizmente (en el sentido de Valéry) cuando a principios de otoño se reanudó el auge revolucionario. Del mismo modo que el Tractatus politicus de Spinoza se interrumpe sintomáticamente en el preciso momento en que comienza a examinar la naturaleza de la democracia, el tratado de Lenin sobre la Revolución se «interrumpe» precisamente en ese momento en que se propone relatar la historia de las revoluciones rusas de 1905 y 1917 desde una perspectiva comparativa. Tras la insurrección de octubre, observó con sarcasmo: «Es más agradable y útil pasar por la “experiencia de la revolución” que escribir sobre ella.»

La teorización del doble poder se vio interrumpida también por los acontecimientos de finales de 1917. El término desapareció mayormente de los escritos de Lenin una vez que el estado de excepción de 1917 se resolviera con la toma del Palacio de Invierno y el nuevo gobierno revolucionario se viera enfrentado a contextos políticos muy diferentes. Primero, la guerra civil y, después —aparentemente contenida la marea contrarrevolucionaria—, la vacilante construcción de un orden socialista bajo la NEP, vieron a los bolcheviques lidiar con los retos que suponía ocupar las «altas esferas» de la autoridad administrativa y finalmente salir derrotados ante la ausencia de un poderoso movimiento social desde abajo. La invocación, en los escritos de Lenin, de las potencialidades y los peligros del poder dual se convirtió así, en algunos sentidos, en una anomalía sin precedentes ni sucesores. El de poder dual fue, en ese sentido, menos un concepto acabado que una intuición genial aún marcada por ambigüedades potencialmente productivas. Y fue también una intuición en modo alguno plenamente elaborada en el momento de su aparición y que, por tanto, permaneció particularmente abierta a interminables revisiones y reinterpretaciones por las subsiguientes tradiciones marxistas[25].

Reconstruir y actualizar hoy semejante perspectiva, en un período de luchas que no cesan de proliferar y entrecruzarse, requiere que comprendamos el sentido preciso en que la noción leninista de poder dual esboza una alternativa radical a las principales corrientes de la teoría política moderna, o como la llama seductoramente Lenin, la noción de un «tipo de poder totalmente distinto». Una de las corrientes más innovadoras del pensamiento radical contemporáneo (y uno de los lectores más creativos de Lenin), sin embargo, ha tendido en cambio a leerlo en términos en última instancia compatibles, si bien antagónicos, con el paradigma de la soberanía. Antonio Negri entiende el significado teórico del poder dual como el momento en que vuelve a irrumpir un poder constituyente originario, que rompe con la forma constitucional constrictiva que la cruel historia le había impuesto a su fuerza fundida, titánica. Enfoque que Negri propuso en su magistral Insurgencias (1992), en pasajes que, sin embargo, se inspiraban directamente en su anterior e importante estudio sobre Lenin de 1977[26]. Las «lecciones» que sobre Lenin extrajo Negri en el hervidero de los anni di piombo en Italia fueron, de hecho, una etapa de transición decisiva en su evolución, desde sus anteriores estudios sobre las formas del poder burgués —por ejemplo, en Descartes político (1970) — hasta sus posteriores exploraciones de alternativas concretas a esas formas[27]. Así, retrospectivamente, podemos ver ahora que la propuesta formulada por Negri en la década los ochenta y más allá acerca de una distinción cualitativa entre potentia y potestas en sus influyentes y controvertidas lecturas de Spinoza representa la continuación metafísica de temas originalmente explorados en un registro político en relación con Lenin[28].

Desde esa perspectiva, se considera que una situación de doble poder es la reafirmación de un tipo cualitativamente distinto de poder creativo que reside en la base de todo orden constitucional, un poder que puede reprimirse o distorsionarse pero que en ningún momento puede agotarse ni erradicarse. Según esa visión, el poder constituyente —en cuanto fuerza primordial de la innovación— actúa como una causa alguna vez presente pero hoy ausente y transfiere al nuevo orden constitucional la innovación por la que había abogado, como un «Dios evanescente» que desapareciera en su propia creación. Sin embargo, en la medida en que es ontológicamente primario, el poder constituyente subsiste no obstante dentro de la forma cuyo nacimiento había presidido, como la «permanencia de la innovación» o como amenaza latente de renovada vitalidad en el momento en que el orden constitucional tarde o temprano cae en la corrupción y la decadencia. Entendido de ese modo, el doble poder parece representar la fusión de una teoría marxista de la singularidad de la crisis revolucionaria (invariablemente una novedosa sobredeterminación de sobredeterminaciones) con el presupuesto fundamental de la tradición del derecho natural; a saber, el fundamento en última instancia genérico y ontológico de la acción y el poder políticos. Sólo sobre la base de ese presupuesto podría hablarse de una «historia natural» genuina del poder constituyente[30].

Aun cuando se pueda concebir una situación de poder dual en términos de un poder constituyente originario y, de ese modo, asegurar su primacía temporal y ontológica, también, sin embargo, se la condena a morir poco después del día de su nacimiento. Pues, como afirmaba Lenin, «tal “entrelazamiento”» de poderes «no puede durar mucho». Una situación de doble poder es, por definición, una excepción al funcionamiento «normal» de la soberanía, es decir, en términos de Bodin, a su pretensión de ser absoluta, indivisible y perpetua. Por muy tentadora que pueda resultar la noción de una situación prolongada de «poder dual permanente» —es decir, una situación en la que instituciones (relativamente) autónomas de organización política popular subsistan junto a formas establecidas de poder estatal durante un período más largo de crisis estructural prolongada, hostigándolo intermitentemente en escaramuzas de tipo guerrillero—, no resuelve una de las paradojas fundamentales que posiblemente se encuentre en la médula de la propia noción de poder constituyente[31]. Se trata de la paradoja de que el poder constituyente puede configurarse en cuanto tal —y, lo que es crucial, puede distinguirse en cuanto poder constituyente— sólo por referencia a sus diferencias temporales y formales respecto del poder constituido en cuyos orígenes presuntamente radicaría.

Si esas diferencias se conciben en términos temporales, el poder constituyente aparece como anterior e interno al Estado soberano moderno, en la medida en que representa el fundamento histórico y estructural que la consolidación del Estado debe incorporar (en el doble sentido hegeliano de anulación y preservación recíprocas y simultáneas). Si, por otra parte, el poder constituyente se entiende como una relación formal, en lugar de preceder al orden constitucional, se representa trascendentalmente como la condición de posibilidad postulada del orden constitucional existente y se determina así retrospectivamente en cuanto «causa ausente»[32]. En ambos casos, el poder constituyente viene a funcionar realmente como una alternativa al momento originario abstracto del contrato social, pero que en última instancia no es menos abstractamente mítico.

En una situación de poder dual permanente o duradero, el poder constituyente débilmente emergente seguiría siendo estructuralmente subalterno al orden establecido, reivindicando performativamente una autonomía que la misma performatividad niega, en la medida en que podría producirse sólo mediante el reconocimiento de la presencia continua de su antagonista. Cuanto más tiempo perdurara esa situación de «poder dual de baja intensidad», tantas más oportunidades existirían de que el poder constituido se reafirmara como única instancia política organizadora. El crecimiento y el declive de los movimientos radicales en los últimos treinta años han proporcionado amplias pruebas de esa trágica dialéctica, desde la contención y el lento agotamiento del levantamiento zapatista inicial hasta la disipación de los movimientos radicales en las plazas que habían alimentado la llamada Primavera Árabe y sus reverberaciones una vez (re)establecida la «normalidad», ya fuera autoritaria como en Egipto, o parlamentaria como en Turquía.

Sin embargo, lo que tal comprensión ontológica del poder dual también tiende a oscurecer no es sólo el énfasis de Lenin en la condición temporalmente excepcional del poder dual, en cuanto interregno. También descuida el sentido preciso en que los soviets sí representaban para Lenin un «poder» [vlast’] análogo a la autoridad soberana, pero un «un tipo de poder totalmente distinto». ¿En qué radicaba esa diferencia? El poder soviético era diferente no porque fuera inconmensurable con el poder reclamado por el Gobierno Provisional; la coyuntura ya había impuesto una medida común, ya que las dos formas diferentes de gobierno reclamaban para sí formas contrapuestas de supremacía en la misma formación social. Ni los soviets ni el Gobierno Provisional se presentaban simplemente como formas genéricas de poder (en términos weberianos, como Macht, o mera capacidad de actuar). Ambos más bien se disputaban el ejercicio de la autoridad suprema concreta en la muy particular coyuntura específica de 1917 —en weberiano, como la Herrschaft [dominación] que podía constreñir las acciones, u obligar a emprenderlas aunque fuera a regañadientes[33]. Si los decretos del Gobierno Provisional hubieran podido obtener al menos un consentimiento pasivo o tácito (en el sentido de no contar con la oposición activa de sectores de la población estratégicamente situados), las pretensiones de los soviets de representar un poder gubernamental alternativo no se habrían podido mantener durante mucho tiempo.

¿Significa, por tanto, ese énfasis en el hecho de que los soviets reivindicaran para sí la autoridad suprema que la noción de Lenin de poder dual es en última instancia compatible con la «concepción unívoca del poder» que se encuentra en sus contemporáneos cercanos Max Weber y Carl Schmitt, como ha sostenido Antonio Negri[34]? Es decir, ¿participa el poder dual involuntariamente del paradigma de la soberanía, si no en su variante hobbesiana más austera (como ha insinuado provocativamente Lars Lih), entonces al menos en términos de la variante de la «soberanía popular», que del siglo XIX en adelante (y cada vez más tras la guerra fría) se ha afirmado como la única base históricamente viable para todo régimen gubernamental (soberano) duradero[36]?

Es la afirmación de Lenin de que los soviets representaban «un tipo de poder totalmente distinto» lo que impide su recuperación dentro del modelo soberano de autoridad política, ya sea absolutista o popular. Los soviets fueron un tipo de poder totalmente distinto tanto por la forma en que se produjo ese poder, como por la forma en que ese poder funcionó no como autoridad soberana, sino, por el contrario, en el lugar de la autoridad soberana. La lógica ausente de la representación, que ocupa un lugar central en la estructuración del orden social por parte de la soberanía, se volvió contra sí misma; el control por parte de los soviets de instancias decisivas de la sociedad «re-presentó» la autoridad soberana que las iniciativas de las fuerzas populares habían hecho ausentarse.

Producción: Por un lado, las reivindicaciones del Gobierno Provisional se hicieron dentro del paradigma establecido de la producción de la soberanía moderna: legalidad garantizada por la forma constitucional, legitimidad producida por medio de la «representación» (por limitada que fuera), supremacía del mando, perdurabilidad temporal solidificada en la ley, etcétera. Por otra parte, los soviets heredaron una vieja tradición revolucionaria que insistía en el carácter siempre revocable de la delegación política. La revisión continua de la aplicación de las decisiones de los soviets —es decir, la articulación de los poderes ejecutivo, legislativo y administrativo en una relación orgánica de corrección mutua— constituía la base de una forma siempre revisable de orden político o, en otras palabras, de reordenación continua. Si nos remitimos una vez más a las reflexiones de Marx sobre la Comuna de París, se trataba de una forma política «expansiva» y no represiva[37].

Función: La frágil pretensión del Gobierno Provisional de representar a una autoridad soberana tenía como objetivo fundamental afirmar la primacía del mando y la regulación política sobre lo social, así como la permanencia del orden como meta del ejercicio del poder político. En otras palabras, el «vlast» del Gobierno Provisional se proponía mantener el orden existente y su fundamento en el «derecho» a la propiedad privada como principio estructurador del ámbito público. Los soviets, en cambio, según la argumentación de Lenin, se concebían no como una variante del «Estado» (representativo moderno) «en el sentido propio del término», sino como una ruptura incipiente con su lógica fundamental. Su afirmación del poder supremo de decisión en la sociedad surgió negativamente, como una negación especular de la reivindicación competidora de su oponente. En ese sentido, la dramática toma del Palacio de Invierno fue menos una ocupación del lugar de la soberanía que su asedio para impedir su captura por las fuerzas contrarias y su vaciamiento desde dentro. Fue una negativa a reconocer que pudiera existir algún poder superior que impidiera la institucionalización del reordenamiento que los soviets promulgaban continuamente en la propia naturaleza de su funcionamiento, incluido el poder de los propios soviets, que no se afirmaba a sí mismo sino simplemente era un medio para el fin político del empoderamiento popular.

La diferencia entre los tipos de poder representados por el Gobierno Provisional y los soviets no era, por tanto, ni un caso de inconmensurabilidad de dos poderes cualitativamente distintos, ni una simple oposición de un poder contra otro en una confrontación antagónica simétrica, que un mero exceso de fuerza pudiera decidir. La diferencia residía más bien en la naturaleza y la función mismas del tipo de poder que su ocupación del lugar de la soberanía expresaba y producía. Si se me permite introducir una variación en una formulación de René Zavaleta Mercado, propongo caracterizar esa diferencia como la «dualidad del poder dual»[38].

Zavaleta prefería utilizar la noción de «dualidad de poderes» [duality of powers], en lugar de «poder dual» o «doble poder», para de ese modo poner de relieve que la situación revolucionaria teorizada por Lenin (y, tras él, por Trotsky) no implicaba la bifurcación de un «solo poder, clásicamente único», sino la emergencia de «dos poderes, dos tipos de estado», que eran fundamentalmente incompatibles[39]. La teorización de Zavaleta se vio influida en particular por las experiencias y los debates sobre situaciones de doble poder a principios de la década de los setenta en la Asamblea Popular de Bolivia y la breve etapa de la Unidad Popular en Chile, reflejada trágicamente en el posfacio que Zavaleta adjuntó a la edición original tras los sucesos del «primer 11-S». Sin embargo, su teorización de una dualidad de poderes me parece que sigue siendo ambigua, atrapada entre una concepción de una diferencia cuantitativa de poderes (mayoritarios frente a minoritarios, populares frente a elitistas) y una distinción cualitativa entre poderes estructurados y que funcionan de formas diferentes («dos tipos de Estado»), pero que tratan de actuar sobre el mismo objeto (la sociedad como el «premio» común de esa lucha entre poderes diferentes).

Al redesplegar la noción de una «dualidad del poder dual», me propongo en cambio subrayar el desequilibrio entre los dos poderes que se disputaban la ocupación del lugar de la autoridad soberana. Un poder —el Gobierno Provisional— buscaba el poder soberano para mantenerlo; era, para utilizar la terminología de Poulantzas, un «poder unitario» que se proponía «condensar» en sí mismo, y con ello regular, todo el conflicto social. La soberanía, en ese caso, funcionaba como un fin en sí misma, y como una re-presentación de sí misma; en los términos hobbesianos invocados por Lih, buscaba de hecho «abrumar» y «amedrentar a todos» para asegurarse el orden y la obediencia (pasiva) de sus súbditos. En efecto, el poder encarnado en los soviets, por otra parte, buscaba ocupar el lugar «normal» de la soberanía en la toma del Palacio de Invierno; pero el objetivo de esa toma no era «tomar el poder» para mantener el sistema soberano existente. Se trató, por el contrario, de una toma emprendida para desactivar el normal funcionamiento no sólo del Gobierno Provisional sino de la autoridad soberana en cuanto tal, y permitir así que el poder ya en funcionamiento de los soviets se expandiera, disolviendo el «lugar» del poder soberano en el no-lugar de una relación política de continuo reordenamiento sociopolítico. Pace Lih, fue en ese preciso sentido que la consigna de Lenin «¡Todo el poder a los soviets!» tuvo un significado históricamente concreto y explosivo, no como la afirmación de un Leviatán comunista, sino como la sustitución de la permanencia de la soberanía como unidad jerárquica de instancias organizativas y asociativas por la permanencia del propio movimiento revolucionario[40].

Con su rostro de Jano, los soviets participaron y no participaron del paradigma de la soberanía moderna. Pero en ello radicaba la terrorífica táctica de los bolcheviques. Al insistir en que había llegado el momento de asumir la responsabilidad gubernamental con la insurrección de octubre y la disolución incluso de la formalidad del Gobierno Provisional, los bolcheviques estaban apostando a que la relacionalidad política y la inmediatez de la expresión popular en los soviets, en cuanto «gobierno obrero» del mismo tipo que el de la Comuna de París, sostuvieran la continuidad de la revolución en la disolución deconstructiva de la soberanía que supone la permanencia. A lo largo de los reveses y retrocesos que siguieron rápidamente a Octubre, de la guerra civil a la institución de la NEP y la política del Frente Unido como tentativa de «revolución cultural», el proceso revolucionario ruso estuvo marcado por intentos cada vez más frenéticos de recapturar esa frágil visión y experiencia utópicas, antes de verse definitivamente barrido por la restauración de la soberanía desnuda y absolutista de la contrarrevolución de Stalin.

Aislada en las «altas esferas» del poder del Estado soberano, la experiencia original de la dualidad del doble poder en la Revolución Rusa se mostró incapaz de impedir el retorno de un sistema de soberanía clásicamente austero; o, para utilizar una vez más la terminología de Gramsci, la reafirmación de la primacía de la organización sobre la asociación y la subalternización de todas las instancias sociales a la racionalidad de la sociedad política. Fue una experiencia que se repitió tan a menudo al final de todos los demás grandes levantamientos populares a lo largo de los siglos XX y XXI que hoy en día pocos se plantean la disolución de la sociedad política como algo que no sea utópico en un sentido deletéreo. ¿Sigue siendo posible resistirse al retorno aparentemente inevitable de la política del partido del orden? ¿Sigue siendo posible hoy una situación de doble poder como apertura objetiva —una oportunidad— para el surgimiento de otro tipo de política?

Sólo por y dentro de los movimientos reales de lucha en curso hoy en día pueden proponerse respuestas concretas a esa pregunta; movimientos que, como he sostenido en otro lugar, son posiblemente mucho más vibrantes y creativos de lo que a menudo se cree[41]. No es necesario insistir demasiado en la distancia que media entre las energías revolucionarias que cristalizaron en los soviets en 1917 y los movimientos de oposición de nuestros días; un muy bien ensayado relato de la derrota (a menudo imaginaria) de los últimos cincuenta años en todo momento nos ha recordado nuestro propio estado poslapsario […] No obstante, cabe destacar que los movimientos recientes se han caracterizado por el redescubrimiento de dinámicas comparables de participación y empoderamiento popular en acuerdos institucionales colectivos y deliberativos, por limitados y contradictorios que sean. La propuesta de Lenin de la posibilidad de «otro tipo de política» les sirve a esos movimientos de recordatorio de cuatro principios claves que deberían fundamentar y acompañar sus esfuerzos como piedras de toque críticas permanentes:

Primero: La política, tal como actualmente está constituida en sus formas oficiales soberanas y representativas, no es un antídoto contra la subalternización; en su habitual dependencia de una lógica de ausentamiento de demandas populares y subalternas y de su re-presentación en las jerarquías de mando condensadas en los campos político y jurídico establecidos, es uno de los mecanismos más potentes para generalizar y normalizar la experiencia de la subalternidad en todo el campo social. Ningún poder soberano nos salvará […]

Segundo: Para hacer política radical hoy en día hay que hacerlo con plena conciencia no sólo de los límites de la política institucional u oficial, sino también del hecho de que la política tal como la conocemos, incluso y a veces especialmente la política radical, sigue siendo una expresión de los problemas que nuestros movimientos pretenden resolver. Jerarquías de mando, reivindicaciones de predominio por parte de grupos restringidos o restrictivos, prácticas pacificadoras o bloqueos estructurales de las energías y las disposiciones: ninguna de esas experiencias es ajena a las culturas políticas de oposición, y menos aún a movimientos como los de hoy en día, constituidos en las intersecciones de orígenes, reivindicaciones y objetivos diversos. No es la toma del poder soberano sino su deconstrucción lo que sigue siendo el objetivo final de la política revolucionaria.

Tercero: La política por sí sola no basta. Un tipo de política que no refuerce la subordinación de la asociación a la organización sobre la que descansa la modernidad política sigue siendo un proyecto para el futuro, no un legado inmediatamente a nuestro alcance. Tampoco basta por sí solo proponernos simplemente ser «más políticos» dentro de los confines de la mayoría de las prácticas actuales de la política. Lo decisivo es el tipo de política en que se impliquen los movimientos emancipadores, tanto en relación con las estructuras políticas existentes como, lo que es más crucial todavía, en términos de su innovación de nuevas estructuras políticas dentro de esos mismos movimientos. La permanencia del movimiento revolucionario conlleva la necesidad de revoluciones dentro de la propia revolución.

En cuarto y último lugar: no hay politización sin desubalternización, en cuanto crítica concreta de la representación y la soberanía, como instituciones y aún más fundamentalmente como orientaciones que intentan continuamente reinstaurar el orden establecido en los momentos de su crisis. El reto fundamental que tienen ante sí los movimientos radicales de hoy en día no consiste en la politización de reivindicaciones presuntamente sociales sin más, ni en su representación a nivel político; nuestros movimientos sociopolíticos interseccionales han demostrado en la práctica hasta qué punto las relaciones de fuerza políticas atraviesan ya todas las instancias sociales. Es más bien la forma y la práctica de la politización dentro de los propios movimientos lo que determinará su capacidad de crecimiento. La crítica concreta de la soberanía y la representación en cuanto lógicas rectoras de la acción política mediante la experimentación de prácticas alternativas de delegación y empoderamiento popular es hoy el primer paso de nuestra generación hacia la creación de «otro tipo de política» desubalternizadora capaz de hacer suya la propuesta radical de Lenin.

NOTAS (ver en la publicación original)

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