La Constitución y el cambio de régimen en España

Archivo: el partido comunista acepta la monarquía y la bandera roja y gualda (1977-04-16)

La Constitución del 78 —piedra de bóveda de la operación política llamada ‘transición’— hace tiempo que no está vigente de forma material y la mutación del sistema se ha vuelto inevitable. Para los comunistas, la conmemoración de este aniversario constitucional guarda profundos sinsabores, especialmente cuando hoy, como ayer, la dirección sigue asumiendo la disyuntiva en blanco y negro de democracia o “dictadura” (ver reciente llamamiento de IU-PCE a una “Coalición por la Democracia”, igual que acaba de hacer Sánchez en el Congreso del PSOE). Dejando para el debate interno del PCE lo que corresponda y se imponga, seguidamente incluimos una reflexión de la compañera periodista Marta Fernández, sobre hacia donde vamos y cuáles son las alternativas. Abierta queda la cuestión, que algunos además quieren circunscribir a las elecciones previstas para 2027 (?!)…

Marta Fernández / Europa Press

Acaba de celebrarse el 46.º aniversario del día en el que la mayoría del pueblo español aprobó la actual Constitución en referéndum. El pueblo español de entonces, claro está. Porque la mayoría de los españoles que están vivos hoy no votaron a favor de la carta magna aquel 6 de diciembre de 1978.

Aunque son evidentes los mimbres con los que se desarrolló la operación política conocida como ‘transición’, aunque no podemos olvidar que Juan Carlos I —el único nombre propio que aparece en la ley de leyes— fue elegido por el franquismo como el sucesor del dictador, aunque todo el mundo sabe —y Adolfo Suárez se lo confirmó a Victoria Prego en aquella mítica entrevista, intentando silenciar el micrófono de corbata— que los españoles habrían apostado por la República en aquellos años si se les hubieran preguntado, aunque la táctica evidente para hacer pasar una serie de trágalas fue forzar una votación en pack de todos los elementos indisolublemente unidos, aunque es imposible pensar que eso hubiese funcionado de no haber existido el ‘ruido de sables’ que casi se convierte en algo más que ruido el 23 de febrero de 1981, aunque es obvio que la circunscripción provincial, la mayoría de 2/3 de ambas cámaras para poder llevar a cabo una reforma profunda o el blindaje de la corona en la zona protegida de la Constitución son tan solo los más evidentes candados que las élites del régimen de entonces dejaron cerrados con cuatro llaves en 1978, aunque todo esto es cierto, también lo es —aunque nos cueste reconocerlo desde la izquierda— que aquella operación fue esencialmente exitosa.

De hecho, ya a principios de los años 80 del siglo pasado, el sistema político diseñado durante la ‘transición’ había conseguido devenir en un turno bipartidista casi perfecto que, ocasionalmente, necesitaba del concurso de los partidos alfa de los subsistemas vasco y catalán, el PNV y CiU. Virtualmente desde el inicio del nuevo periodo formalmente democrático, la izquierda de ámbito estatal nunca tuvo posibilidades de disputar el poder político en España y a lo máximo que llegó fue a los 21 diputados obtenidos por Julio Anguita en 1996. “Todo ha quedado atado y bien atado con la designación como mi sucesor a título de rey del príncipe don Juan Carlos de Borbón“, dijo Francisco Franco en su discurso de Navidad de 1969 y, efectivamente, las primeras décadas del nuevo régimen parecían confirmar sus palabras.

Durante los últimos años, sin embargo, las cosas han cambiado de forma profunda e irreversible y ese mundo ya no existe.

Primero, la crisis financiera de 2008 hizo estallar por los aires el sueño capitalista del ‘fin de la historia’ y, junto con la aparición de Internet, sentó las bases de una primera ola revolucionaria en la dirección antioligárquica y progresista que se hizo visible en España el 11M de 2011 y que tuvo su traducción política en las elecciones europeas de 2014 y después en las generales de 2015 y 2016, pasando por la conquista de los principales ayuntamientos por parte de Podemos y sus candidaturas asociadas en las elecciones municipales. En esas citas electorales, el sistema del turno bipartidista se rompió para siempre, llegándose incluso a quebrar, unos años después, la cláusula de exclusión histórica que vetaba a la izquierda transformadora de formar parte del ejecutivo con la formación del gobierno de coalición entre el PSOE y Unidas Podemos tras las elecciones generales del 10 de noviembre de 2019.

A esta primera disrupción tectónica del tablero político español le siguió, como ocurre siempre a lo largo de la historia, la correspondiente reacción. Al avance del independentismo catalán por un lado, del feminismo y de la izquierda transformadora por el otro, se opuso una violentísima reacción mediática y judicial que sembró el terreno para la eclosión electoral de una extrema derecha españolista, antifeminista y anticomunista. Como parte de un fenómeno global de naturalización del autoritarismo, el odio y la utilización del bulo como arma política, las derechas sociológicas españolas transitaron rápidamente en los últimos años hacia los lugares que habitan los Trump, los Bolsonaro y los Milei: destrucción neoliberal del Estado del bienestar, enaltecimiento de los oligarcas, utilización de la judicatura y los aparatos del Estado para subvertir la democracia y discursos de odio y violencia política contra las personas migrantes, los pobres, las personas LGTBIQ+, las feministas y los ‘rojos’. Ese sector tenebroso de la sociedad y de la ideología también ha venido para quedarse y es otra expresión —en España— del agotamiento del antiguo régimen.

De hecho, y aunque Ayuso acuse —en la mejor tradición táctica goebbeliana de transposición— a Pedro Sánchez de estar intentando llevar a cabo una ‘mutación constitucional’ por la puerta de atrás, lo cierto es que son precisamente las derechas las que ya están empujando esa agenda. Mediante la utilización espuria de los operadores judiciales para intervenir en política, han eliminado de facto el ideal democrático de la separación de poderes. Mediante la percusión ideológica de extrema derecha sobre las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, han limitado significativamente las libertades civiles básicas de manifestación y reunión (solamente para las gentes de izquierdas, claro). Mediante la privatización salvaje de los servicios públicos en aquellas comunidades autónomas que gobiernan, han deteriorado gravemente los derechos constitucionales a la salud o a la educación, entre otros. Mediante la naturalización del odio, los bulos y la manipulación en los medios de comunicación corporativos, han cancelado el derecho de la ciudadanía a recibir una información veraz (al tiempo que garantizan la máxima intoxicación de los procesos electorales). Han vaciado tanto los preceptos formales de la Constitución del 78 que ni siquiera tienen que cambiarla para violarla. Es más, todo indica que, de seguir profundizándose la deriva actual, cada vez tendrían más incentivos para transicionar de forma explícita a un sistema autoritario. En esta coyuntura, regresar al viejo mantra de que ‘Europa nos va a salvar’ apenas se queda en una ilusión infantil después de que Ursula von der Leyen haya sentado a los fascistas en el ejecutivo de la Unión; con el apoyo, por cierto, de los socialdemócratas y de buena parte de los ‘verdes’.

Es en esta época y no en un pasado bipartidista que ya no existe en la que nos tenemos que plantear el cambio de régimen político como algo inevitable. La Constitución del 78 —piedra de bóveda de la operación política llamada ‘transición’— hace tiempo que no está vigente de forma material y la mutación del sistema se producirá en un sentido o en otro. Las nuevas derechas ya no tienen ningún apego al régimen anterior y están construyendo uno nuevo —mucho más violento y despiadado— delante de nuestros propios ojos. Ante eso, reivindicar de forma espasmódica un texto constitucional que no es más que una cáscara vacía que solo sirve para legitimar simbólicamente el avance reaccionario es un error gravísimo que cometeríamos los demócratas. A su modelo de nuevo régimen neofascista no se le puede oponer algo que ya no existe. Si no queremos que llegue la oscuridad a las tierras de España, todo el complejo conglomerado que va desde el PSOE hasta los partidos independentistas, pasando por Podemos y lo que quede de Sumar, tenemos que ofrecer a la gente un nuevo régimen alternativo. Basta mirar las pocas encuestas que existen al respecto para llegar a la conclusión de que ese nuevo país —más luminoso y más justo— se llama República… y hay números para ello.

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